Página 615 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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David fugitivo
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sus bondadosos propósitos, tanto para David como para el pueblo
de Israel.
Saúl, sin embargo, no permaneció por mucho tiempo en amistad
con David. Mientras ambos regresaban de la batalla con los filisteos
“salieron las mujeres de todas las ciudades de Israel cantando y con
danzas, con tamboriles, y con alegrías y sonajas, a recibir al rey
Saúl”. Un grupo cantaba: “Saúl hirió sus miles”, en tanto que otro
grupo respondía cantando: “Y David sus diez miles”.
El demonio de los celos penetró en el corazón del rey. Se airó
porque el canto de las mujeres de Israel ensalzaba más a David que
a él mismo. En lugar de sojuzgar esos sentimientos envidiosos, puso
de manifiesto la debilidad de su carácter, y exclamó: “A David le
dan diez miles, y a mí miles; no le falta más que el reino”.
Uno de los mayores defectos del carácter de Saúl era su amor
al favor popular y al ensalzamiento. Este rasgo había ejercido una
influencia dominante sobre sus acciones y pensamientos; todo lle-
vaba la marca indeleble de su deseo de ala-banza y ensalzamiento
propio. Su norma de lo bueno y lo malo era la norma baja del aplau-
so popular. Ningún hombre está seguro cuando vive para agradar
a los hombres, y no busca primeramente la manera de obtener la
aprobación de Dios. Saúl anhelaba ser el primero en la estima de
los hombres; y cuando oyó esta canción de alabanza, se asentó en la
mente del rey la convicción de que David conquistaría el corazón
del pueblo, y reinaría en su lugar.
Saúl abrió su corazón al espíritu de los celos, que envenenó
su alma. No obstante las lecciones que había recibido del profeta
Samuel, en el sentido de que Dios lograría todo lo que decidiera
y nadie podría estorbarlo, el rey manifestó claramente que no co-
nocía en verdad los propósitos ni el poder de Dios. El monarca de
Israel oponía su voluntad a la del Infinito. Saúl no había aprendido,
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mientras gobernaba el reino de Israel, que primero debía regir su
propio espíritu. Permitía que sus impulsos dominaran su juicio, hasta
ser presa de una furia apasionada. Llegaba a veces a la exaltación
extrema de la ira y se inclinaba a quitar la vida a cualquiera que
se atreviera oponerse a su voluntad. De este frenesí pasaba a un
estado de abatimiento y desprecio de sí mismo, y el remordimiento
se posesionaba de su alma.