La muerte de Saúl
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escapar, y resuelto a no ser capturado vivo por los filisteos, ordenó
a su escudero: “Saca tu espada, y traspásame con ella”. Cuando el
hombre se negó a levantar la mano contra el ungido del Señor, Saúl
se quitó él mismo la vida dejándose caer sobre su propia espada. Así
pereció el primer rey de Israel cargando su alma con la culpa del
suicidio, Su vida había fracasado y cayó sin honor y desesperado,
porque había opuesto su perversa voluntad a la de Dios.
Las noticias de la derrota cundieron por todas partes e infun-
dieron terror a todo Israel. El pueblo huyó de las ciudades, y los
filisteos tomaron posesión de ellas sin molestia alguna. El reinado
de Saúl, independiente de Dios, casi había resultado en la ruina de
su pueblo.
Al día siguiente de la lucha, mientras los filisteos examinaban
el campo de batalla para despojar a los muertos, descubrieron los
cuerpos de Saúl y de sus tres hijos. Para completar su triunfo, corta-
ron la cabeza de Saúl y quitaron la armadura del resto de su cuerpo;
luego esta cabeza sangrienta y la armadura fueron enviadas al país
de los filisteos como trofeo de victoria, “para que llevaran las buenas
noticias al templo de sus ídolos y al pueblo”. La armadura fue por
fin colocada en el “templo de Astarot”, mientras que la cabeza fue
fijada en el templo de Dagón. Así se dio la gloria de la victoria al
poder de los dioses falsos y se deshonró el nombre de Jehová.
Los cadáveres de Saúl y de sus hijos fueron arrastrados a Bet-san,
ciudad que no estaba muy lejos de Gilboa, y cerca del río Jordán.
Allí fueron colgados con cadenas para que los devoraran las aves de
rapiña. Pero los hombres valientes de Jabes de Galaad, recordando
cómo Saúl había liberado su ciudad en años anteriores y más feli-
ces, manifestaron su gratitud rescatando los cadáveres del rey y de
los príncipes, y dándoles sepultura honorable. Cruzando el Jordán
durante la noche, “quitaron el cuerpo de Saúl y los cuerpos de sus
hijos del muro de Bet-sán, y llevándolos a Jabes los quemaron allí.
Tomaron sus huesos, los sepultaron debajo de un árbol en Jabes
y ayunaron siete días”. Así fue como una acción noble, realizada
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hacía cuarenta años, aseguró para Saúl y sus hijos que los enterraran
manos tiernas y misericordes en aquella hora negra de la derrota y
de la deshonra.
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