Página 656 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
reverencia, reconociendo en él a un príncipe poderoso cuyo favor
deseaba. David inquirió ansiosamente por el resultado de la batalla.
El fugitivo le informó de la derrota y muerte de Saúl, y de la muerte
de Jonatán. Pero no se conformó con relatar sencillamente los he-
chos. Suponiendo evidentemente que David debía sentir enemistad
hacia su perseguidor implacable, el forastero creyó conseguir honor
para sí mismo si se declaraba matador del rey. Con aire jactancioso
el hombre prosiguió relatando que durante el curso de la batalla ha-
bía encontrado al monarca de Israel herido, gravemente apremiado
y acorralado por sus enemigos, y que, a pedido del propio Saúl, él
mismo, es decir el mensajero, le había dado muerte; y traía a David
la corona de la cabeza de Saúl y los brazaletes de oro de su brazo.
El mensajero esperaba con toda confianza que estas noticias serían
recibidas con regocijo, y que recibiría un premio cuantioso por la
parte que había desempeñado.
Pero “entonces David, tirando de sus vestidos, los rasgó, y lo
mismo hicieron los hombres que estaban con él. Lloraron, se lamen-
taron y ayunaron hasta la noche, por Saúl y por su hijo Jonatán, por
el pueblo de Jehová y por la casa de Israel, pues habían caído al filo
de la espada”.
Pasada la primera impresión de las terribles noticias, los pensa-
mientos de David se volvieron al heraldo extranjero, y al crimen del
que era culpable, según su propia declaración. El jefe preguntó al
joven: “¿De dónde eres tú? “Soy hijo de un extranjero, amalecita”,
respondió él. ¿Cómo no tuviste temor de extender tu mano para
matar al ungido de Jehová?” Dos veces había tenido David a Saúl en
su poder; pero cuando se le exhortó a que le diera muerte, se negó
a levantar la mano contra el que había sido consagrado por orden
de Dios para gobernar a Israel. No obstante, el amalecita no temía
jactarse de haber dado muerte al rey de Israel. Se había acusado a
sí mismo de un crimen digno de muerte, y la pena se ejecutó en
seguida. David dijo: “Tu sangre sea sobre tu cabeza, pues tu misma
boca atestiguó contra ti, al decir: “Yo maté al ungido de Jehová””.
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El dolor de David por la muerte de Saúl era sincero y profundo;
y revelaba la generosidad de una naturaleza noble. No se alegró de la
caída de su enemigo. El obstáculo que había impedido su ascensión
al trono de Israel había sido eliminado, no se regocijó por ello. La
muerte había borrado por completo todo recuerdo de la desconfianza