Página 242 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
ahora que perdones mi pecado solamente esta vez, y que oréis a
Jehová vuestro Dios que quite de mí solamente esta muerte.” Así lo
hicieron, y un fuerte viento del occidente se llevó las langostas hacia
el mar Rojo. Pero aun así el rey persistió en su terca resolución.
El pueblo egipcio estaba a punto de desesperar. Las plagas que
ya habían sufrido parecían casi insoportables, y estaban llenos de
pánico por temor del futuro. La nación había adorado a Faraón como
representante de su dios, pero ahora muchos estaban convencidos de
que él se estaba oponiendo a Uno que hacía de todos los poderes de
la naturaleza los ministros de su voluntad. Los esclavos hebreos, tan
milagrosamente favorecidos, comenzaban a confiar en su liberación.
Sus comisarios no osaban oprimirlos como hasta entonces. Por
todo Egipto existía un secreto temor de que la raza esclavizada
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pudiese levantarse y vengar sus agravios. Por doquiera los hombres
preguntaban con el aliento en suspenso: ¿Qué seguirá después?
De repente una obscuridad se asentó sobre la tierra, tan densa
y negra que parecía que se podía palpar. No sólo quedó la gente
privada de luz, sino que también la atmósfera se puso muy pesada,
de tal manera que era difícil respirar. “Ninguno vió a su prójimo, ni
nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los hijos de Israel
tenían luz en sus habitaciones.” El sol y la luna eran para los egipcios
objetos de adoración; en estas tinieblas misteriosas tanto la gente
como sus dioses fueron heridos por el poder que había patrocinado
la causa de los siervos. (
Véase el Apéndice, nota 5.
) Sin embargo,
por espantoso que fuera, este castigo evidenciaba la compasión de
Dios y su falta de voluntad para destruir. Estaba dando a la gente
tiempo para reflexionar y arrepentirse antes de enviarles la última y
más terrible de las plagas.
Por último, el temor arrancó a Faraón una concesión más. Al fin
del tercer día de tinieblas, llamó a Moisés, y le dió su consentimiento
para que saliera el pueblo, con tal de que los rebaños y las mana-
das permanecieran. “No quedará ni una uña—contestó el decidido
hebreo;—porque ... no sabemos con qué hemos de servir a Jehová,
hasta que lleguemos allá.” La ira del rey estalló desenfrenadamente
y gritó: “Retírate de mí: guárdate que no veas más mi rostro, porque
en cualquier día que vieres mi rostro, morirás.” La contestación fué:
“Bien has dicho; no veré más tu rostro.”