Página 339 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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La ley y los dos pactos
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después de ti en sus generaciones, por
alianza perpetua,
para serte a
ti por Dios, y a tu simiente después de ti.”
Génesis 17:1, 7
;
26:5
.
Aunque este pacto fué hecho con Adán, y más tarde se le renovó
a Abrahán, no pudo ratificarse sino hasta la muerte de Cristo. Existió
en virtud de la promesa de Dios desde que se indicó por primera
vez la posibilidad de redención. Fué aceptado por fe: no obstante,
cuando Cristo lo ratificó fué llamado el pacto
nuevo.
La ley de Dios
fué la base de este pacto, que era sencillamente un arreglo para
restituir al hombre a la armonía con la voluntad divina, colocándolo
en situación de poder obedecer la ley de Dios.
Otro pacto, llamado en la Escritura el pacto “antiguo,” se estable-
ció entre Dios e Israel en el Sinaí, y en aquel entonces fué ratificado
mediante la sangre de un sacrificio. El pacto hecho con Abrahán fué
ratificado mediante la sangre de Cristo, y es llamado el “segundo”
pacto o “nuevo” pacto, porque la sangre con la cual fué sellado se
derramó después de la sangre del primer pacto. Es evidente que
el nuevo pacto estaba en vigor en los días de Abrahán, puesto que
entonces fué confirmado tanto por la promesa como por el juramento
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de Dios, “dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios
mienta.”
Hebreos 6:18
.
Pero si el pacto confirmado a Abrahán contenía la promesa de
la redención, ¿por qué se hizo otro pacto en el Sinaí? Durante su
servidumbre, el pueblo había perdido en alto grado el conocimiento
de Dios y de los principios del pacto de Abrahán. Al libertarlos
de Egipto, Dios trató de revelarles su poder y su misericordia para
inducirlos a amarle y a confiar en él. Los llevó al mar Rojo, donde,
perseguidos por los egipcios, parecía imposible que escaparan, para
que pudieran ver su total desamparo y necesidad de ayuda divina;
y entonces los libró. Así se llenaron de amor y gratitud hacia él, y
confiaron en su poder para ayudarles. Los ligó a sí mismo como su
libertador de la esclavitud temporal.
Pero había una verdad aun mayor que debía grabarse en sus men-
tes. Como habían vivido en un ambiente de idolatría y corrupción, no
tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios, de la extrema
pecaminosidad de su propio corazón, de su total incapacidad para
obedecer la ley de Dios, y de la necesidad de un Salvador. Todo esto
se les debía enseñar.