Los doce espías
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Despreciando la sentencia divina, los israelitas se prepararon
para emprender la conquista de Canaán. Equipados con armaduras y
armas de guerra, se creían plenamente apercibidos para el conflicto;
pero a la vista de Dios y de sus siervos entristecidos, adolecían
de una triste deficiencia. Cuando casi cuarenta años más tarde, el
Señor les ordenó a los israelitas que subieran y tomaran Jericó,
prometió acompañarlos. El arca que contenía su ley era llevada
delante de sus ejércitos. Los jefes que él designara habían de dirigir
sus movimientos bajo la dirección divina. Con tal dirección ningún
daño podía sucederles, pero ahora, contrariando el mandamiento de
Dios y la solemne prohibición de sus jefes, sin el arca y sin Moisés
salieron al encuentro de los ejércitos enemigos.
La trompeta dió un toque de alarma, y Moisés se apresuró en
pos de ellos con la advertencia: “¿Por qué quebrantáis el dicho de
Jehová? Esto tampoco os sucederá bien. No subáis, porque Jehová
no está en medio de vosotros, no seáis heridos delante de vuestros
enemigos. Porque el Amalecita y el Cananeo están allí delante de
vosotros, y caeréis a cuchillo.”
Los cananeos habían oído hablar del poder misterioso que pa-
recía guardar a ese pueblo, y de las maravillas obradas en su favor;
y reunieron un ejército poderoso para rechazar a los invasores. El
ejército atacante no tenía jefe. Ninguna oración se elevó para pedir a
Dios que le diese la victoria. Emprendió la marcha con el propósito
desesperado de revocar su suerte o morir en la batalla. Aunque no te-
nía preparación guerrera alguna, constituía una multitud inmensa de
hombres armados, que esperaban aplastar toda oposición mediante
un feroz y repentino asalto. Presuntuosamente desafiaron al enemigo
que no había osado atacarlos.
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Los cananeos se habían establecido en una meseta rocallosa a la
cual sólo se podía llegar por pasos difíciles de transitar y un ascenso
escarpado y peligroso. El número inmenso de los hebreos sólo
podía servir para hacer más terrible su derrota. Lentamente fueron
cubriendo los senderos del monte, expuestos a las mortíferas armas
arrojadizas del enemigo que estaba arriba. Lanzaban rocas macizas
que bajaban con retumbante fragor y marcando su trayectoria con
la sangre de los hombres destrozados. Los que lograron llegar a la
cumbre, agotados con el ascenso, fueron ferozmente rechazados y
obligados a retroceder con grandes pérdidas. Por el campo de la