Página 608 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
El solitario pastorcillo se sorprendió al recibir la llamada ines-
perada del mensajero, que le anunció que el profeta había llegado a
Belén y le mandaba llamar. Preguntó asombrado por qué el profeta
y juez de Israel deseaba verle; pero sin tardanza alguna obedeció al
llamamiento. “Era rubio, de hermoso parecer y de bello aspecto.”
Mientras Samuel miraba con placer al joven pastor, bien parecido,
varonil y modesto, le habló la voz del Señor diciendo: “Levántate
y úngelo, que éste es.” En el humilde cargo de pastor, David había
demostrado que era valeroso y fiel; y ahora Dios le había escogido
para que fuera el capitán de su pueblo. “Y Samuel tomó el cuerno
del aceite, y ungiólo de entre sus hermanos: y desde aquel día en
adelante el espíritu de Jehová tomó a David.” El profeta había cum-
plido la obra que se le había designado, y con el corazón aliviado
regresó a Rama.
Samuel no había hablado de su misión, ni siquiera a la familia
de Isaí, y realizó en secreto la ceremonia del ungimiento de David.
Fué para el joven un anunció del destino elevado que le esperaba,
para que en medio de todos los diversos incidentes y peligros de sus
años venideros, este conocimiento le inspirara a ser fiel al propósito
que Dios quería lograr por medio de su vida.
El gran honor conferido a David no le ensoberbeció. A pesar
del elevado cargo que había de desempeñar, siguió tranquilamente
en su ocupación, contento de esperar el desarrollo de los planes
del Señor a su tiempo y manera. Tan humilde y modesto como
antes de su ungimiento, el pastorcillo regresó a las colinas, para
vigilar y cuidar sus rebaños tan cariñosamente como antes. Pero con
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nueva inspiración componía sus melodías, y tocaba el arpa. Ante él
se extendía un panorama de belleza rica y variada. Las vides, con
sus racimos, brillaban al sol. Los árboles del bosque, con su verde
follaje, se mecían con la brisa. Veía al sol, que inundaba los cielos de
luz, saliendo como un novio de su aposento, y regocijándose como
hombre fuerte que va a correr una carrera. Allí estaban las atrevidas
cumbres de los cerros que se elevaban hacia el firmamento; en la
lejanía se destacaban las peñas estériles de la montaña amurallada de
Moab; y sobre todo se extendía el azul suave de la bóveda celestial.
Y más allá estaba Dios. El no podía verle, pero sus obras rebo-
saban alabanzas. La luz del día, al dorar el bosque y la montaña, el
prado y el arroyo, elevaba a la mente y la inducía a contemplar al