Página 164 - Profetas y Reyes (1957)

Basic HTML Version

160
Profetas y Reyes
confiar en ellos y obedecerles, le enseñan a amar a su Padre celestial,
a confiar en él y a obedecerle. Los padres que imparten al niño un
don tal le dotan de un tesoro más precioso que las riquezas de todos
los siglos, un tesoro tan perdurable como la eternidad.
No sabemos en qué ramo de actividad serán llamados a servir
nuestros hijos. Pasarán tal vez su vida dentro del círculo familiar;
se dedicarán quizá a las vocaciones comunes de la vida, o irán a
enseñar el Evangelio en las tierras paganas. Pero todos por igual son
llamados a ser misioneros para Dios, dispensadores de misericordia
para el mundo. Han de obtener una educación que les ayudará a
mantenerse de parte de Cristo para servirle con abnegación.
Mientras los padres de aquella niña hebrea le enseñaban acerca
de Dios, no sabían cuál sería su destino. Pero fueron fieles a su
cometido; y en la casa del capitán del ejército sirio, su hija testificó
por el Dios a quien había aprendido a honrar.
Naamán supo de las palabras que había dicho la niña a su esposa;
y después de obtener el permiso del rey se fué en busca de curación,
“llevando consigo diez talentos de plata, y seis mil piezas de oro,
y diez mudas de vestidos.” También llevó una carta que el rey de
Siria había dirigido al rey de Israel, en la cual le decía: “Yo envío a
ti mi siervo Naamán, para que lo sanes de su lepra.” Cuando el rey
de Israel leyó la carta, “rasgó sus vestidos, y dijo: ¿Soy yo Dios, que
mate y dé vida, para que éste envíe a mí a que sane un hombre de su
lepra? Considerad ahora, y ved cómo busca ocasión contra mí.”
Llegaron nuevas del asunto a Eliseo, quien mandó este aviso al
rey: “¿Por qué has rasgado tus vestidos? Venga ahora a mí, y sabrá
que hay profeta en Israel.
“Y vino Naamán con sus caballos y con su carro, y paróse a
[186]
las puertas de la casa de Eliseo.” Por un mensajero el profeta le
comunicó: “Ve, y lávate siete veces en el Jordán, y tu carne se te
restaurará, y serás limpio.”
Naamán había esperado que vería alguna maravillosa manifes-
tación de poder del cielo. Dijo: “He aquí yo decía para mí: Saldrá
él luego, y estando en pie invocará el nombre de Jehová su Dios, y
alzará su mano, y tocará el lugar, y sanará la lepra.” Cuando se le dijo
que se lavase en el Jordán, su orgullo quedó herido, y mortificado
exclamó: “Abana y Pharphar, ríos de Damasco, ¿no son mejores que