Página 337 - Profetas y Reyes (1957)

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La verdadera grandeza
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ciudad codiciosa del oro,” “que era alabada por toda la tierra.” Su
pasión como constructor, y su señalado éxito al hacer de Babilonia
una de las maravillas del mundo, halagaron su orgullo al punto de
poner en grave peligro sus realizaciones como sabio gobernante
a quien Dios pudiera continuar usando como instrumento para la
ejecución del propósito divino.
En su misericordia, Dios dió al rey otro sueño, para advertirle del
riesgo que corría y del lazo que se le tendía para arruinarlo. En una
visión de noche, Nabucodonosor vió un árbol gigantesco que crecía
en medio de la tierra, cuya copa se elevaba hasta los cielos, y cuyas
ramas se extendían hasta los fines de la tierra. Los rebaños de las
montañas y de las colinas hallaban refugio a su sombra, y las aves
del aire construían sus nidos en sus ramas. “Su copa era hermosa, y
su fruto en abundancia, y para todos había en él mantenimiento... Y
manteníase de él toda carne.”
Mientras el rey contemplaba ese grandioso árbol, vió que “un
vigilante y santo” se acercaba al árbol, y a gran voz clamaba:
“Cortad el árbol, y desmochad sus ramas, derribad su copa, y
derramad su fruto: váyanse las bestias que están debajo de él, y las
aves de sus ramas. Mas la cepa de sus raíces dejaréis en la tierra, y
con atadura de hierro y de metal entre la hierba del campo; y sea
mojado con el rocío del cielo, y su parte con las bestias en la hierba
de la tierra. Su corazón sea mudado de corazón de hombre, y séale
dado corazón de bestia, y pasen sobre él siete tiempos. La sentencia
es por decreto de los vigilantes, y por dicho de los santos la demanda:
para que conozcan los vivientes que el Altísimo se enseñorea del
reino de los hombres, y que a quien él quiere lo da, y constituye
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sobre él al más bajo de los hombres.”
Muy perturbado por el sueño, que era evidentemente una pre-
dicción de cosas adversas, el rey lo relató a los “magos, astrólogos,
Caldeos, y adivinos;” pero, aunque el sueño era muy explícito, nin-
guno de los sabios pudo interpretarlo. Una vez más, en esa nación
idólatra, debía atestiguarse el hecho de que únicamente los que aman
y temen a Dios pueden comprender los misterios del reino de los
cielos. En su perplejidad, el rey mandó llamar a su siervo Daniel,
hombre estimado por su integridad, constancia y sabiduría sin rival.
Cuando Daniel, en respuesta a la convocación real, estuvo en
presencia del rey, Nabucodonosor le dijo: “Beltsasar, príncipe de