Elías el tisbita
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Dios debía hablarle por medio de los castigos. Por cuanto los ado-
radores de Baal aseveraban que los tesoros del cielo, el rocío y la
lluvia, no provenían de Jehová, sino de las fuerzas que regían la
naturaleza, y que la tierra era enriquecida y hecha abundantemente
fructífera mediante la energía creadora del sol, la maldición de Dios
iba a descansar gravosamente sobre la tierra contaminada. Se iba a
demostrar a las tribus apóstatas de Israel cuán insensato era confiar
en el poder de Baal para obtener bendiciones temporales. Hasta que
dichas tribus se volviesen a Dios arrepentidas y le reconociesen
como fuente de toda bendición, no descendería rocío ni lluvia sobre
la tierra.
A Elías fué confiada la misión de comunicar a Acab el mensaje
relativo al juicio del Cielo. El no procuró ser mensajero del Señor;
la palabra del Señor le fué confiada. Y lleno de celo por el honor de
la causa de Dios, no vaciló en obedecer la orden divina, aun cuando
obedecer era como buscar una presta destrucción a manos del rey
impío. El profeta partió en seguida, y viajó día y noche hasta llegar
a Samaria. No solicitó ser admitido en el palacio, ni aguardó que se
le anunciara formalmente. Arropado con la burda vestimenta que
solía cubrir a los profetas de aquel tiempo, pasó frente a la guardia,
que aparentemente no se fijó en él, y se quedó un momento de pie
frente al asombrado rey.
Elías no pidió disculpas por su abrupta aparición. Uno mayor
que el gobernante de Israel le había comisionado para que hablase;
y, alzando la mano hacia el cielo, afirmó solemnemente por el Dios
viviente que los castigos del Altísimo estaban por caer sobre Israel.
Declaró: “Vive Jehová Dios de Israel, delante del cual estoy, que no
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habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra.”
Fué tan sólo por su fe poderosa en el poder infalible de la palabra
de Dios cómo Elías entregó su mensaje. Si no le hubiese domina-
do una confianza implícita en Aquel a quien servía, nunca habría
comparecido ante Acab. Mientras se dirigía a Samaria, Elías había
pasado al lado de arroyos inagotables, colinas verdeantes, bosques
imponentes que parecían inalcanzables para la sequía. Todo lo que
veía estaba revestido de belleza. El profeta podría haberse pregun-
tado cómo iban a secarse los arroyos que nunca habían cesado de
fluir, y cómo podrían ser quemados por la sequía aquellos valles y
colinas. Pero no dió cabida a la incredulidad. Creía firmemente que