La rehabilitación del hombre
            
            
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              desarrollando, y a sus oyentes les tocaba determinar cuál sería el
            
            
              resultado.
            
            
              El hijo mayor representaba a los impenitentes judíos del tiempo
            
            
              de Cristo, y también a los fariseos de todas las épocas que miran con
            
            
              desprecio a los que consideran como publicanos y pecadores. Por
            
            
              cuanto ellos mismos no han ido a los grandes excesos en el vicio,
            
            
              están llenos de justicia propia. Cristo hizo frente a esos hombres
            
            
              cavilosos en su propio terreno. Como el hijo mayor de la parábola,
            
            
              tenían privilegios especiales otorgados por Dios. Decían ser hijos en
            
            
              [165]
            
            
              la casa de Dios, pero tenían el espíritu del mercenario. Trabajaban, no
            
            
              por amor, sino por la esperanza de la recompensa. A su juicio, Dios
            
            
              era un patrón exigente. Veían que Cristo invitaba a los publicanos
            
            
              y pecadores a recibir libremente el don de su gracia—el don que
            
            
              los rabinos esperaban conseguir sólo mediante obra laboriosa y
            
            
              penitencia—, y se ofendían. El regreso del pródigo, que llenaba de
            
            
              gozo el corazón del Padre, solamente los incitaba a los celos.
            
            
              La amonestación del padre de la parábola al hijo mayor, era
            
            
              una tierna exhortación del cielo a los fariseos. “Todas mis cosas
            
            
              son tuyas”,—no como pago, sino como don. Como el pródigo, las
            
            
              podéis recibir solamente como la dádiva inmerecida del amor del
            
            
              Padre.
            
            
              La justificación propia no solamente induce a los hombres a
            
            
              tener un falso concepto de Dios, sino que también los hace fríos de
            
            
              corazón y criticones para con sus hermanos. El hijo mayor, en su
            
            
              egoísmo y celo, estaba listo para vigilar a su hermano, para criti-
            
            
              car toda acción, y acusarlo por la menor deficiencia. Estaba listo
            
            
              para descubrir cada error, y agrandar todo mal acto. Así trataría de
            
            
              justificar su propio espíritu no perdonador. Muchos están haciendo
            
            
              lo mismo hoy día. Mientras el alma está soportando sus primeras
            
            
              luchas contra un diluvio de tentaciones, ellos se mantienen porfiados,
            
            
              tercos, quejándose, acusando. Pueden pretender ser hijos de Dios,
            
            
              pero están manifestando el espíritu de Satanás. Por su actitud hacia
            
            
              sus hermanos, estos acusadores se colocan donde Dios no puede
            
            
              darles la luz de su presencia.
            
            
              Muchos se están preguntando constantemente: “¿Con qué pre-
            
            
              vendré a Jehová, y adoraré al alto Dios? ¿vendré ante él con holo-
            
            
              caustos, con becerros de un año? ¿Agradaráse Jehová de millares de
            
            
              carneros, o de diez mil arroyos de aceite?” Pero, “oh hombre, él te