Página 36 - Reavivamientos Modernos (1974)

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Reavivamientos Modernos
Es esencial la obediencia a la ley, no sólo para nuestra salvación,
sino para nuestra felicidad y para la felicidad de aquellos con quienes
nos relacionamos. “Mucha paz tienen los que aman tu ley, y no hay
para ellos tropiezo” (
Salmos 119:165
), dice la Palabra inspirada. Sin
embargo, el hombre finito presentará a la gente esta ley santa, justa
y buena, esta ley de libertad que el Creador mismo ha adaptado para
las necesidades del hombre, como un yugo de opresión, un yugo que
nadie puede llevar. Pero es el pecador el que considera la ley como
un yugo penoso; es el transgresor el que no puede ver belleza en sus
preceptos. Pues la mente carnal “no se sujeta a la ley de Dios, ni
tampoco puede”
Romanos 8:7
.
Más allá de las prohibiciones
Vivimos en un siglo de gran impiedad. Las multitudes están
esclavizadas por costumbres pecaminosas y malos hábitos, y son
difíciles de romper los grillos que las atan. Como un diluvio, la
iniquidad está inundando la tierra. Ocurren diariamente crímenes
casi demasiado horrorosos para ser mencionados. Y, sin embargo,
hombres que profesan ser atalayas en las murallas de Sion quieren
enseñar que la ley era sólo para los judíos y que caducó con los
gloriosos privilegios que comenzaron en la era evangélica. ¿No hay
acaso una relación entre el desenfreno y el crimen imperantes, y el
hecho de que los ministros y sus fieles sostienen y enseñan que la
ley no está más en vigencia?
El poder condenador de la ley de Dios se extiende no sólo a lo
que hacemos, sino a lo que no hacemos. No hemos de justificarnos
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dejando de hacer lo que Dios requiere. No sólo hemos de cesar de
hacer el mal, sino que debemos aprender a hacer el bien. Dios nos
ha dado facultades que deben ejercerse en buenas obras, y si no se
emplean esas facultades, ciertamente seremos considerados como
siervos malos y negligentes. Quizá no hayamos cometido atroces
pecados; tales faltas quizá no estén registradas contra nosotros en
el libro de Dios; pero el hecho de que nuestros actos no sean regis-
trados como puros, buenos, elevados y nobles—lo que indica que
no hemos cultivado los talentos que se nos confiaron—, nos coloca
bajo condenación.