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El sol de justicia purifica la vida, 12 de octubre
Con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la
herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las
tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo.
Colosenses 1:12, 13
.
Es el privilegio de cada sincero buscador de la verdad y la justicia confiar en
las seguras promesas de Dios. El Señor Jesús pone de manifiesto el hecho de que
los tesoros de la gracia divina están puestos enteramente a nuestra disposición,
a fin de que podamos ser canales de luz. No podemos recibir las riquezas de la
gracia de Cristo si no deseamos impartirlas a otros. Cuando tengamos el amor
de Cristo en nuestros corazones, sentiremos que es nuestro deber y privilegio
compartirlo. El sol que brilla en los cielos envía sus brillantes rayos en todas las
direcciones. Tiene suficiente luz como para iluminar miles de mundos como el
nuestro. Así es con el Sol de Justicia; sus brillantes rayos de salud y alegría son
más que suficientes para salvar a nuestro pequeño mundo, y eficaces para dar
seguridad a cada mundo creado.
Los que sientan su necesidad de arrepentimiento y de tener fe en nuestro
Señor Jesucristo tendrán contrición de corazón y se arrepentirán de su resistencia
al Espíritu del Señor. Confesarán su pecado de rechazar la luz que el cielo tan
generosamente les envió, y abandonarán el pecado que entristece e insulta al
Espíritu del Señor. Humillarán el yo, aceptarán el poder y la gracia de Cristo, y,
además, reconocerán los mensajes de advertencia, reproche y ánimo. Entonces su
fe en la obra de Dios será manifiesta, y descansarán sobre el sacrificio expiatorio.
Se apropiarán en forma personal de la abundante gracia y justicia de Cristo. El
Señor llegará a ser para ellos un Salvador presente, porque se darán cuenta de su
necesidad, y con completa confianza descansarán en su amor. Beberán del agua
de la vida de la Fuente divina, inagotable. En una nueva y bendita experiencia se
apoyarán en Cristo, y serán participantes de la naturaleza divina.—
The Review
and Herald, 26 de agosto de 1890
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