Aceptemos la influencia del espíritu, 20 de octubre
Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda
contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el
temor de Dios.
2 Corintios 7:1
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El Señor nos envía advertencias, consejos y reproches para que tengamos
oportunidad de corregir nuestros errores antes de que se conviertan en una segunda
naturaleza. Pero si rehusamos ser corregidos, Dios no interviene para contrarrestar
las tendencias de nuestra propia conducta. No obra un milagro para que no brote y
produzca fruto la semilla sembrada. La persona que se muestra temerariamente
infiel, o que manifiesta una impasible indiferencia ante la verdad divina, no está
más que recogiendo la cosecha que él mismo sembró. Tal ha sido la experiencia de
muchos. Escuchan con estoica pasividad las verdades que una vez conmovieron
sus corazones. Sembraron descuido, indiferencia y resistencia a la verdad, y tal es
la cosecha que ahora obtienen.
La frialdad del hielo, la dureza del hierro, la naturaleza impenetrable e inimpre-
sionable de la roca, todo esto encuentra una equivalencia en el carácter de muchos
cristianos profesos. Así fue como el Señor endureció el corazón de Faraón. Dios
habló al rey egipcio por boca de Moisés, dándole las evidencias más notables del
poder divino; pero el monarca tercamente rehusó la luz que lo hubiera conducido
al arrepentimiento. Dios no envió un poder sobrenatural para endurecer el corazón
del rey rebelde, pero, como resistió a la verdad, el Espíritu Santo se retiró, y el
Faraón quedó en las tinieblas y la incredulidad que había elegido.
Los hombres se separan de Dios al rehusar la influencia del Espíritu. El Señor
no tiene en reserva un agente más poderoso para iluminar sus mentes. Así, ninguna
revelación de su voluntad puede alcanzarlos en su incredulidad.
Ojalá pudiera guiar a cada profeso seguidor de Cristo a ver este asunto tal cual
es. Todos estamos sembrando, ya sea para la carne o para el Espíritu, y segamos
la cosecha de la semilla que sembramos. Al elegir nuestros placeres o tareas, sólo
debiéramos buscar aquellas cosas que son excelentes. Lo frívolo, lo mundano, lo
envilecedor no deberían tener poder para controlar los afectos o la voluntad.—
The
Review and Herald, 20 de junio de 1882
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