Capítulo 11—Algunos ya están en el cielo
Enoc
—El corazón de Enoc estaba puesto en los tesoros eternos.
Había contemplado la ciudad celestial. Había visto al Rey en su
gloria en medio de Sion. Su mente, su corazón y su conversación se
concentraban en el cielo. Cuanto mayor era la iniquidad prevalecien-
te, tanto más intensa era su nostalgia del hogar de Dios. Mientras
estaba aún en la tierra, vivió por la fe en el reino de luz.
“Bienaventurados los de limpio corazón: porque ellos verán a
Dios”.
Mateo 5:8
. Durante trescientos años Enoc buscó la pureza del
alma, para estar en armonía con el Cielo. Durante tres siglos anduvo
con Dios. Día tras día anheló una unión más íntima; esa comunión
se hizo más y más estrecha, hasta que Dios lo llevó consigo. Había
llegado al umbral del mundo eterno, a un paso de la tierra de los
bienaventurados; se le abrieron los portales, y continuando su andar
con Dios, tanto tiempo proseguido en la tierra, entró por las puertas
de la santa ciudad. Fue el primero de los hombres que llegó allí.—
Historia de los Patriarcas y Profetas, 75
.
Moisés
—...Cristo mismo, acompañado de los ángeles que ente-
rraron a Moisés, descendió del cielo para llamar al santo que dormía.
Satanás se había regocijado por el éxito que obtuviera al inducir a
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Moisés a pecar contra Dios y a caer así bajo el dominio de la muerte.
El gran adversario sostenía que la sentencia divina: “Polvo eres,
y al polvo serás tornado” (
Génesis 3:19
), le daba posesión de los
muertos. Nunca había sido quebrantado el poder de la tumba, y él
reclamaba a todos los que estaban en ella como cautivos suyos que
nunca habían de ser libertados de su lóbrega prisión.
Por primera vez Cristo iba a dar vida a uno de los muertos.
Cuando el Príncipe de la vida y los ángeles resplandecientes se
aproximaron a la tumba, Satanás temió perder su hegemonía. Con
sus ángeles malos, se aprestó a disputar la invasión del territorio
que llamaba suyo. Se jactó de que el siervo de Dios había llegado
a ser su prisionero. Declaró que ni siquiera Moisés había podido
guardar la ley de Dios; que se había atribuido la gloria que pertenecía
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