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Joyas de los Testimonios 1
que esta fué la maldad de Sodoma tu hermana: soberbia, hartura de
pan, y abundancia de ociosidad tuvo ella y sus hijas; y no corroboró
la mano del afligido y del menesteroso.”
Los hijos deben sentir que tienen una deuda con sus padres que
los han vigilado durante su infancia, y cuidado en tiempos de enfer-
medad. Deben darse cuenta de que sus padres han sufrido mucha
ansiedad por ellos. Los padres piadosos y concienzudos han sentido
especialmente el más profundo interés en que sus hijos eligiesen
el buen camino. ¡Cuánta tristeza sintieron en sus corazones al ver
defectos en sus hijos! Si éstos, que causaron tanto dolor a esos
corazones, pudiesen ver el efecto de su conducta, se arrepentirían
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ciertamente de ella. Si pudiesen ver las lágrimas de su madre, y oír
sus oraciones a Dios en su favor, si pudiesen escuchar sus reprimidos
y entrecortados suspiros, sus corazones se conmoverían, y presta-
mente confesarían sus pecados y pedirían perdón. Tanto los de más
edad como los jóvenes tienen una obra que hacer. Los padres deben
prepararse mejor para desempeñar su deber con sus hijos. Algunos
padres no los comprenden a éstos, ni los conocen verdaderamente.
A menudo hay una gran distancia entre padres e hijos. Si los padres
quisieran compenetrarse plenamente de los sentimientos de sus hi-
jos, y desentrañar lo que hay en sus corazones, se beneficiarían ellos
mismos.
La conversión de los hijos
Los padres deben obrar fielmente con las almas que les han sido
confiadas. No deben estimular en sus hijos el orgullo, el despilfarro
y el amor a la ostentación. No deben enseñarles ni permitir que
aprendan pequeñas gracias que parecen vivezas en los niños, pero
que después tienen que desaprenderse, y que tendrán que corregirse
cuando sean mayores. Los hábitos que primero se adquieren no se
olvidan fácilmente. Padres, debéis comenzar a disciplinar las mentes
de vuestros hijos en la más tierna edad, a fin de que sean cristianos.
Tiendan todos vuestros esfuerzos a su salvación. Obrad como que
fueron confiados a vuestro cuidado para ser labrados como preciosas
joyas que han de resplandecer en el reino de Dios. Cuidad de no
estar arrullándolos sobre el abismo de la destrucción, con la errónea