Por qué reprende Dios a su puebl
Sobre todos los demás pueblos del mundo, los adventistas del
séptimo día debieran ser modelos de piedad, santos de corazón y
conducta. Afirmé en presencia de N*** que del pueblo escogido por
Dios como su tesoro peculiar, se requería que fuese elevado, refinado
y santificado, partícipe de la naturaleza divina, habiendo escapado
a la corrupción que está en el mundo por la concupiscencia. Si los
que hacen tan alta profesión de fe se complacen en el pecado y la
iniquidad, su culpa será muy grande. El Señor reprende los pecados
de uno para que los demás también se sientan amonestados y teman.
Las amonestaciones y reprensiones no se dan a los que yerran
entre los adventistas porque su vida sea más censurable que la de los
profesos cristianos de las iglesias nominales, ni porque su ejemplo
o sus actos sean peores que los de los adventistas que no quieren
prestar obediencia a los requisitos de la ley de Dios; sino porque
tienen gran luz, y porque por su profesión de fe han asumido la
posición de pueblo especial y escogido de Dios, y llevan la ley
de Dios escrita en su corazón. Al prestar obediencia a las leyes
de su gobierno manifiestan su lealtad al Dios del Cielo. Son los
representantes de Dios en la tierra. Cualquier pecado que haya en
ellos los separa de Dios, y de una manera especial, deshonra su
nombre y brinda a los enemigos de su santa ley la ocasión de echar
oprobio sobre su causa y su pueblo, a quien ha llamado “linaje
escogido, real sacerdocio, gente santa, pueblo adquirido” (
1 Pedro
2:9
), a fin de que manifiesten las alabanzas de Aquel que los ha
llamado de las tinieblas a su luz admirable.
Las personas que se oponen a la ley del gran Jehová, y que con-
sideran virtud especial el hablar, escribir y actuar en la forma más
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acerba y odiosa para revelar el desprecio que sienten por aquella
ley, pueden hacer una exaltada profesión de amar a Dios y aparentar
mucho celo religioso, como lo hacían los príncipes de los sacerdotes
y ancianos judíos; y sin embargo, en el día de Dios, la Majestad del
Testimonios para la Iglesia 2:451-453 (1870)
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