Mentes desequilibrada
A cada uno de nosotros Dios ha confiado sagrados cometidos, de
los cuales nos tiene por responsables. Es su propósito que eduque-
mos la mente, a fin de que podamos ejercitar los talentos que nos dió
y, realizando la mayor suma de bien, reflejemos la gloria del Dador.
Debemos a Dios todas las cualidades de la mente. Esas facultades
pueden ser cultivadas, dirigidas y dominadas tan discretamente que
alcancen el propósito para el cual fueron dadas. Es nuestro deber
educar la mente, de modo que saque a luz las energías del alma y
desarrolle toda facultad. Cuando todas las facultades estén en ejerci-
cio, el intelecto se fortalecerá y se alcanzará el propósito por el cual
fueron dadas aquéllas.
Muchos no están haciendo la mayor suma de bien, porque ejer-
citan el intelecto en una dirección y descuidan de dar atención es-
merada a aquellas cosas para las cuales piensan que no se adaptan.
Dejan así dormir algunas facultades débiles, porque la obra que las
ejercitaría, y por consiguiente las fortalecería, no les agrada. Deben
ejercitarse y cultivarse todas las facultades de la mente. La percep-
ción, el juicio, la memoria y todas las potencias del raciocinio deben
tener igual fuerza a fin de que las mentes estén bien equilibradas.
Si se usan ciertas facultades con descuido de las demás, el desig-
nio de Dios no se realiza plenamente en nosotros; porque todas las
facultades ejercen su influencia y dependen en gran medida una de
la otra. No se puede usar eficazmente una de ellas sin la operación
de todas, para que el equilibrio se conserve cuidadosamente. Si toda
la atención y fuerza se concentran en una, mientras las otras perma-
necen dormidas, el desarrollo es intenso en ésta, y nos conducirá
a los extremos porque todas las facultades no han sido cultivadas.
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Algunas mentes están atrofiadas y les falta el debido equilibrio. No
todas las mentes están, por naturaleza, constituídas de igual manera.
Tenemos mentes diferentes; algunas son fuertes en ciertos puntos y
muy débiles en otros. Y estas deficiencias tan evidentes no necesitan
Testimonios para la Iglesia 3:32-36 (1872)
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