Los diezmos y ofrendas
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del cielo para hacer la obra que ha encomendado al hombre. Dió a
todos una obra que hacer por esta misma razón, a saber, para que
pudiese probarlos y para que ellos revelasen su verdadero carácter.
Cristo pone a los pobres entre nosotros como representantes suyos.
“Tuve hambre—dice,—y no me disteis de comer; tuve sed, y no me
disteis de beber.”
Mateo 25:42
. Cristo se identifica con la humanidad
doliente en la persona de los seres humanos que sufren. Hace suyas
sus necesidades y acoge sus desgracias en su seno.
Las tinieblas morales de un mundo arruinado suplican a cada
cristiano que realice un esfuerzo, que dé de sus recursos y preste
su influencia para asemejarse a Aquel que aunque poseía riquezas
infinitas se hizo pobre por causa nuestra. El Espíritu de Dios no
puede morar con aquellos a quienes mandó el mensaje de su verdad,
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pero que necesitan que se les ruegue antes de sentir su deber de
colaborar con Cristo. El apóstol pone de relieve el deber de dar por
motivos superiores a la mera simpatía humana, porque los senti-
mientos sean conmovidos. Da realce al principio de que debemos
trabajar abnegadamente y con sinceridad para gloria de Dios.
Las Escrituras requieren de los cristianos que participen en un
plan de activa generosidad que les haga manifestar constantemente
interés en la salvación de sus semejantes. La ley moral ordenaba la
observancia del sábado, que no era una carga excepto cuando esa
ley era transgredida y los hombres se veían sujetos a las penalidades
que entrañaba su violación. Igualmente, el sistema del diezmo no
era una carga para aquellos que no se apartaban del plan. El sistema
ordenado a los hebreos no ha sido abrogado ni reducido su vigor
por Aquel que lo ideó. En vez de carecer de fuerza ahora, tiene que
practicarse más plena y extensamente, puesto que la salvación por
Cristo debe ser proclamada con mayor plenitud en la era cristiana.
Jesús hizo saber al joven príncipe que la condición para obtener la
vida eterna consistía en poner por obra en su vida los requerimientos
especiales de la ley, que le exigían amar a Dios con todo su corazón,
con toda su alma, con toda su mente y con todas sus fuerzas, y
a su prójimo como a sí mismo. Si bien los sacrificios simbólicos
cesaron con la muerte de Cristo, la ley original, grabada en tablas de
piedra, permaneció inmutable, e impone sus exigencias al hombre
de todos los tiempos. Y en la era cristiana, el deber del hombre no