Página 389 - Joyas de los Testimonios 1 (1971)

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El poder del apetit
Una de las tentaciones más intensas que el hombre tenga que
arrostrar se refiere al apetito. Entre la mente y el cuerpo hay una
relación misteriosa y maravillosa. La primera reacciona sobre el
último, y viceversa. Mantener el cuerpo en condición de buena salud
para que desarrolle su fuerza, para que cada parte de la maquinaria
viviente pueda obrar armoniosamente, debe ser el primer estudio de
nuestra vida. Descuidar el cuerpo es descuidar la mente. No puede
glorificar a Dios el hecho de que sus hijos tengan cuerpos enfermizos
y mentes atrofiadas. Complacer el gusto a expensas de la salud es
un perverso abuso de los sentidos. Los que participan de cualquier
clase de intemperancia, sea en comer o beber, malgastan sus energías
físicas y debilitan su poder moral. Experimentarán las consecuencias
de la transgresión de la ley física.
El Redentor del mundo sabía que la complacencia del apetito
produciría debilidad física y embotaría de tal manera los órganos
de la percepción, que no discernirían las cosas sagradas y eternas.
Cristo sabía que el mundo estaba entregado a la glotonería y que
esta sensualidad pervertiría las facultades morales. Si la costumbre
de complacer el apetito dominaba de tal manera a la especie que, a
fin de romper su poder, el divino Hijo de Dios tuvo que ayunar casi
seis semanas en favor del hombre, ¡qué obra confronta al cristiano
para poder vencer como Cristo venció! El poder de la tentación a
complacer el apetito pervertido puede medirse únicamente por la
angustia indecible de Cristo en aquel largo ayuno en el desierto.
Cristo sabía que a fin de llevar a cabo con éxito el plan de
salvación, debía comenzar la obra de redimir al hombre donde había
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comenzado la ruina. Adán cayó por satisfacer el apetito. A fin de
enseñar al hombre su obligación de obedecer a la ley de Dios, Cristo
empezó su obra de redención reformando los hábitos físicos del
hombre. La decadencia de la virtud y la degeneración de la especie
se deben principalmente a la complacencia del apetito pervertido.
Testimonios para la Iglesia 3:485-492 (1875)
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