Colaboradores de Cristo
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en nuestros esfuerzos por beneficiar a otros. La felicidad del cielo
consistirá en la comunión pura de los seres santos, la armoniosa
vida social con los ángeles bienaventurados y con los redimidos
que hayan lavado y emblanquecido sus vestiduras en la sangre del
Cordero. No podemos ser felices mientras estamos engolfados en
nuestros propios intereses. Debemos vivir en este mundo para ganar
almas para el Salvador. Si perjudicamos a otros, nos perjudicamos a
nosotros también. Si beneficiamos a otros nos beneficiamos a noso-
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tros mismos; porque la influencia de toda buena acción se refleja en
nuestro corazón.
Tenemos el deber de ayudarnos unos a otros. No siempre llega-
mos a relacionarnos con cristianos sociables, amables y humildes.
Muchos no han recibido la debida educación; su carácter es defor-
me, rudo y nudoso; parece retorcido en todo sentido. Mientras les
ayudamos a ver y corregir sus defectos, debemos cuidar de no impa-
cientarnos e irritarnos por las faltas de nuestros prójimos. Hay seres
desagradables que profesan a Cristo; pero la belleza de la gracia
cristiana los transformará si se ponen diligentemente a obtener la
mansedumbre y bondad de Aquel a quien siguen, recordando que
“nadie vive para sí.”
Romanos 14:7
. ¡Colaboradores de Cristo! ¡Qué
posición excelsa!
¿Dónde se han de encontrar los abnegados misioneros en estas
grandes ciudades? El Señor necesita obreros en su viña. Debemos te-
mer robarle el tiempo que exige de nosotros; debemos temer gastarlo
en la ociosidad y en el atavío del cuerpo, dedicando a insensatos
propósitos las horas preciosas que Dios nos ha dado para que las
dediquemos a la oración, a familiarizarnos con nuestra Biblia y a
trabajar para beneficio de nuestros semejantes, haciéndonos así a no-
sotros mismos y a ellos idóneos para la gran obra que nos incumbe.
Hay madres que dedican trabajo innecesario a vestidos desti-
nados a hermosear su propia persona y la de sus hijos. Es nuestro
deber vestirnos a nosotros y a nuestros hijos sencillamente y con
aseo, sin inútiles adornos, bordados o atavíos, cuidando de no fo-
mentar en ellos un amor a la indumentaria que provocaría su ruina,
sino tratando más bien de cultivar las gracias cristianas. Ninguno de
nosotros puede ser excusado de sus responsabilidades, y en ningún
caso podremos comparecer sin culpa delante del trono de Dios a
menos que hagamos la obra que el Señor nos ha encargado.