Página 485 - Joyas de los Testimonios 1 (1971)

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El juici
En la mañana del 23 de octubre de 1879, a eso de las dos, el
Espíritu del Señor descansó sobre mí, y contemplé escenas del juicio
venidero. Las palabras me faltan para describir adecuadamente las
cosas que pasaron delante de mí y el efecto que tuvieron sobre mi
espíritu.
Parecía haber llegado el gran día de la ejecución del juicio de
Dios. Diez mil veces diez millares estaban congregados delante de un
gran trono, sobre el cual estaba sentado un personaje de majestuosa
apariencia. Delante de él había varios libros y sobre las tapas de cada
uno de ellos estaba escrito en letras de oro semejantes a llamas de
fuego “El libro mayor del cielo.” Uno de estos libros, que contenía
los nombres de los que aseveran creer en la verdad, fué abierto
entonces. Inmediatamente perdí de vista los incontables millones
que rodeaban el trono y mi atención se dedicó únicamente a los que
profesan ser hijos de la luz y la verdad. A medida que se nombraba
una tras otra a estas personas, y se mencionaban sus buenas acciones,
sus rostros se iluminaban con un gozo santo que se reflejaba en toda
dirección. Pero esto no pareció ser lo que impresionó con más fuerza
mi espíritu.
Se abrió otro libro en el cual estaban anotados los
pecados
de los
que profesan la verdad. Bajo el encabezamiento del egoísmo venían
todos los demás pecados. Había también encabezamientos en cada
columna, y debajo de ellos, frente a cada nombre, estaban registrados
en sus respectivas columnas los pecados menores. Bajo la codicia
venía la mentira, el robo, los hurtos, el fraude y la avaricia; bajo la
ambición venía el orgullo y la extravagancia; los celos encabezaban
la lista de la malicia, la envidia y el odio; y la intemperancia, otra
larga lista de crímenes terribles, como la lascivia, el adulterio, la
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complacencia de las pasiones animales, etc. Mientras contemplaba
esto me sentía abrumada de angustia indecible, y exclamé: “¿Quién
puede salvarse? ¿Quién puede ser justificado delante de Dios? ¿Cú-
Testimonios para la Iglesia 4:384-387 (1880)
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