Página 486 - Joyas de los Testimonios 1 (1971)

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Joyas de los Testimonios 1
yas vestiduras están sin mancha? ¿Quién está sin defecto a la vista
de un Dios puro y santo?
Mientras el Ser santo que estaba sobre el trono hojeaba lentamen-
te las páginas del libro mayor, y sus ojos se posaban un momento
sobre las personas, su mirada parecía penetrar como fuego hasta
sus mismas almas, y en ese momento, toda palabra y acción de sus
vidas pasaba delante de sus mentes tan claramente como si hubiesen
sido escritas ante su visión en letras de fuego. El temblor se apo-
deró de aquellas personas, y sus rostros palidecieron. Al principio,
mientras rodeaban el trono, aparentaban una indiferencia negligente.
Pero ¡cuán cambiadas estaban! Había desaparecido la sensación de
seguridad, y en su lugar reinaba un terror indecible. Cada alma se
sentía presa de espanto, no fuese que se hallara entre los que eran
hallados faltos. Todo ojo se fijaba en el rostro de Aquel que estaba
sentado sobre el trono; y mientras sus ojos escrutadores recorrían
solemnemente la compañía, los corazones temblaban, porque se sen-
tían condenados sin que se pronunciase una palabra. Con angustia
en el alma, cada uno declaraba su propia culpabilidad, y en forma
terriblemente vívida veía que al pecar había desechado el precioso
don de la vida eterna.
Estorbaron la siembra
Una clase de personas estaba anotada por haber estorbado la
siembra. A medida que el ojo escrutador del Juez descansaba sobre
ellos, se les revelaban distintamente sus pecados y negligencia. Con
labios pálidos y temblorosos reconocían que habían traicionado su
santo cometido. Habían recibido advertencias y privilegios, pero
no los habían escuchado ni aprovechado. Podían ver ahora que ha-
bían presumido demasiado de la misericordia de Dios. En verdad, no
tenían que hacer confesiones como las de los viles, bajos y corrompi-
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dos; pero, como la higuera, eran malditos porque no llevaron frutos,
porque no aprovecharon los talentos que se les había confiado.
Esta clase había hecho de su
yo
algo supremo, y había trabajado
solamente en favor de sus intereses egoístas. No eran ricos para con
Dios ni habían respondido a sus derechos sobre ellos. Aunque profe-
saban ser siervos de Cristo, no le llevaron almas. Si la causa de Dios
hubiese dependido de sus esfuerzos, habría languidecido; porque no