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Mensajes Selectos Tomo 1
Sin embargo, era imposible que Adán, con su precepto y ejemplo,
detuviera la marea de calamidades que su transgresión había traído
sobre los hombres. La incredulidad penetró en los corazones de los
hombres. Los hijos de Adán muestran el ejemplo más antiguo de
los dos diferentes procederes seguidos por los hombres en cuanto
a las demandas de Dios. Abel vio a Cristo figurado en las ofrendas
de sacrificios. Caín era incrédulo en cuanto a la necesidad de los
sacrificios. Rehusó comprender que Cristo estaba simbolizado por
el cordero muerto; la sangre de los animales le parecía a él sin valor.
El Evangelio fue predicado tanto a Caín como a su hermano, pero
fue para él [Caín] un sabor de muerte para muerte, porque no quería
reconocer, en la sangre del cordero sacrificado, a Jesucristo, el único
medio dispuesto para la salvación del hombre.
Nuestro Salvador, en su vida y en su muerte, cumplió todas las
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profecías que lo señalaban, y fue la sustancia de todos los símbolos
y las sombras representados. Guardó la ley moral y la exaltó como
representante del hombre al responder a sus demandas. Los israelitas
que se volvieron al Señor y aceptaron a Cristo como a la realidad
prefigurada por los sacrificios simbólicos, discernieron el fin de
aquello que iba a ser abolido. La oscuridad, que a manera de un velo
cubría el sistema judío, fue para ellos como el velo que cubrió la
gloria del rostro de Moisés. La gloria del rostro de Moisés fue el
reflejo de aquella luz que trajo Cristo al mundo para beneficio del
hombre.
Mientras Moisés estuvo aislado en el monte con Dios, el plan
de salvación, que data de la caída de Adán, le fue revelado en una
forma impresionante. Supo entonces que el mismo ángel que estaba
guiando las andanzas de los hijos de Israel había de ser revelado en
la carne. El amado Hijo de Dios, que era uno con el Padre, iba a
hacer a todos los hombres uno con Dios, a los que creyeran en él y
confiaran en él. Moisés vio el verdadero significado de las ofrendas
de sacrificios. Cristo enseñó a Moisés el plan evangélico, y mediante
Cristo, la gloria del Evangelio iluminó el rostro de Moisés de modo
que el pueblo no pudo mirarlo.
Moisés mismo no tuvo conciencia de la resplandeciente gloria
que reflejaba su rostro y no supo por qué los hijos de Israel huían
de él cuando se les aproximaba. Los llamó, pero no se atrevieron a