No hay castas en Cristo
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dar la máxima garantía que asegure su veracidad, da a su hijo como
rehén, para ser rescatado cuando se cumpla la promesa del rey.
Y he aquí, qué prenda de la fidelidad del Padre, porque cuando
quiso asegurar a los hombres de la inmutabilidad de su consejo,
dio a su unigénito Hijo para que viniera a la tierra y tomara la
naturaleza humana, no sólo por los cortos años de vida, sino para
retener esa naturaleza en las cortes celestiales como garantía eterna
de la fidelidad de Dios. ¡Oh, la profundidad de las riquezas tanto de
la sabiduría como del amor de Dios! “Mirad cuál amor nos ha dado
el Padre, que seamos llamados hijos de Dios”.
1 Juan 3:1
.
Mediante la fe en Cristo, llegamos a ser hijos de la familia real,
herederos de Dios y coherederos con Jesucristo. Somos uno en Cris-
to. Al mirar el Calvario y ver al Doliente regio que en la naturaleza
del hombre, y para él, llevó la maldición de la ley, son raídas todas
las distinciones nacionales, todas las diferencias sectarias; se pierden
todo el honor de las jerarquías, todo el orgullo de castas.
La luz que brilla del trono de Dios sobre la cruz del Calvario
para siempre pone fin a las separaciones hechas por el hombre entre
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clases y razas. Hombres de todas las clases llegan a ser miembros de
una familia, hijos del Rey celestial, no mediante el poder terrenal,
sino mediante el amor de Dios que dio a Jesús para que llevara
una vida de pobreza, aflicción y humillación, para que muriera una
muerte de vergüenza y agonía, a fin de que él pudiera llevar a muchos
hijos e hijas a la gloria.
No es la posición, no es la sabiduría finita, no son las cualidades,
no son los dones de una persona los que la colocan en eminencia en
la estima de Dios. El intelecto, la razón, los talentos de los hombres
son los dones de Dios que han de ser empleados para la gloria
divina, para la edificación de su reino eterno. Lo que es de valor
a la vista del cielo es el carácter espiritual y moral, y éste es el
que sobrevivirá a la tumba y será hecho glorioso con inmortalidad
por los siglos infinitos de la eternidad. La realeza mundanal, tan
altamente honrada por los hombres, nunca saldrá del sepulcro en el
que entra. Las riquezas, los honores, la sabiduría de los hombres que
han servido a los propósitos del enemigo, no pueden proporcionar a
sus poseedores una herencia, un honor, o una posición de confianza
en el mundo venidero. Tan sólo los que han apreciado la gracia de