Página 262 - Mensajes Selectos Tomo 1 (1966)

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Mensajes Selectos Tomo 1
Cristo, que los ha hecho herederos de Dios y coherederos con Jesús,
se levantarán de la tumba llevando la imagen de su Redentor.
Todos los que sean hallados dignos de ser contados como miem-
bros de la familia de Dios en el cielo, se reconocerán mutuamente
como hijos e hijas de Dios. Comprenderán que todos ellos reciben
su fortaleza y perdón de la misma fuente: de Jesucristo, que fue
crucificado por sus pecados. Saben que deben lavar sus mantos de
carácter en la sangre de Cristo para ser aceptados por el Padre en
su nombre, si desean estar en la brillante asamblea de los santos,
revestidos con los blancos mantos de justicia.
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Uno en Cristo
Puesto que los hijos de Dios son uno en Cristo, ¿cómo considera
Jesús las castas, las distinciones sociales, el apartamiento del hombre
de sus prójimos, debido al color, la raza, la posición, la riqueza, la
cuna, o las prendas personales? El secreto de la unidad se halla en
la igualdad de los creyentes en Cristo. La razón de toda división,
discordia y diferencia se halla en la separación de Cristo. Cristo es
el centro hacia el cual todos debieran ser atraídos, pues mientras
más nos acercamos al centro, más estrechamente nos uniremos en
sentimientos, simpatía, amor, crecimiento en el carácter e imagen de
Jesús. En Dios no hay acepción de personas.
Jesús conocía la inutilidad de la pompa terrenal, y no prestó
atención a sus despliegues. En la dignidad de su alma, la elevación
de su carácter, la nobleza de sus principios, estuvo muy por encima
de las vanas jerarquías del mundo. Aunque el profeta lo describe
como “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolo-
res, experimentado en quebranto” (
Isaías 53:3
), podría haber sido
estimado como el más excelso entre los nobles de la tierra. Los me-
jores círculos de la sociedad humana lo habrían cortejado, si hubiera
condescendido a aceptar su favor, pero no deseó el aplauso de los
hombres, sino que actuó independientemente de toda influencia hu-
mana. La riqueza, la posición, las jerarquías humanas con todas sus
variedades de distinciones de grandeza humana, no fueron sino otros
tantos grados de pequeñez para Aquel que había dejado el honor
y la gloria del cielo, y que no poseía esplendor terrenal, que no se
complacía en el lujo y que no exhibía otro adorno sino la humildad.