La norma divina
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moral—la santa ley de Dios—el hombre se ve a sí mismo como
pecador y está convencido de su mala condición, de su condenación
sin esperanza bajo el justo castigo de la ley. Pero no ha sido dejado
en una condición de sufrimiento sin esperanza en que lo haya sumido
el pecado, pues Aquel que era igual a Dios ofreció su vida en el
Calvario a fin de salvar al transgresor de la ruina. “De tal manera
amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Juan 3:16
.
Nuestro sacrificio expiatorio
Jesús era la majestad del cielo, el amado comandante de los
ángeles, quienes se complacían en hacer la voluntad de él. Era uno
con Dios “en el seno del Padre” (
Juan 1:18
), y sin embargo no pensó
que era algo deseable ser igual a Dios mientras el hombre estuviera
perdido en el pecado y la desgracia. Descendió de su trono, dejó
la corona y el cetro reales, y revistió su divinidad con humanidad.
Se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz para que el hombre
pudiera ser exaltado a un sitial con Cristo en su trono. En él tenemos
una ofrenda completa, un sacrificio infinito, un poderoso Salvador,
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que puede salvar hasta lo último a todos los que vienen a Dios por
medio de él. Con amor, viene a revelar al Padre, a reconciliar al
hombre con Dios, a hacerlo una nueva criatura, renovada de acuerdo
con la imagen de Aquel que lo creó.
Jesús es nuestro sacrificio expiatorio. No podemos hacer expia-
ción por nosotros mismos, pero por fe podemos aceptar la expiación
que ha sido hecha. “Porque también Cristo padeció una sola vez
por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios”.
1
Pedro 3:18
. “Fuisteis rescatados... no con cosas corruptibles... sino
con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha
y sin contaminación”.
1 Pedro 1:18, 19
. Nuestro Redentor colocó
la redención a nuestro alcance mediante su sacrificio infinito y su
inexpresable sufrimiento. Sin honra y desconocido estuvo en este
mundo a fin de que, mediante su condescendencia y humillación
maravillosas, pudiera exaltar al hombre para que éste recibiera ho-
nores eternos y gozos inmortales en los atrios del cielo. Durante
los treinta años de vida de Cristo en la tierra, su corazón fue ator-
mentado con angustia indecible. La senda, desde el establo hasta