Página 110 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
pero las dos mujeres que me consultaron la última vez que usted
estuvo aquí, han muerto”. Le dije que no había sido curada con la
medicina que él me había dado. Cuando me hube ido, el médico le
dijo a una amiga mía: “Su caso es un misterio. No lo comprendo”.
Pronto visitamos Míchigan nuevamente, y tuve que soportar lar-
gos y cansadores viajes por caminos ásperos, y aun tuvimos que
pasar por lugares llenos de barro; pero no por eso me abandonaron
mis fuerzas. Pensamos que el Señor deseaba que visitáramos Wis-
consin, e hicimos arreglos para embarcarnos en el tren en Jackson, a
las diez de la noche.
Mientras nos preparábamos para tomar el tren, nos embargó un
sentimiento de gran solemnidad y nos pusimos a orar. Mientras nos
encontrábamos allí encomendándonos a Dios, no pudimos dejar de
llorar. Fuimos a la estación con sentimientos de profunda solemni-
dad. Al subir al tren, entramos en un carro de adelante, que tenía
asientos con respaldos altos, con la esperanza de poder dormir al-
go esa noche. Pero como el carro estaba lleno, seguimos hasta el
próximo, y en él encontramos asientos. En esta ocasión no me quité
el sombrero como era mi costumbre cuando viajábamos de noche,
y además mantuve la mano en la maleta, como si esperara algo.
Ambos hicimos comentarios acerca de los extraños sentimientos que
experimentábamos.
El tren se había alejado un poco más de cuatro kilómetros de
Jackson cuando comenzó a moverse con gran violencia, y a sufrir
grandes sacudidas, hasta que finalmente se detuvo. Abrí la ventana
y vi que uno de los vagones se había descarrilado y uno de sus
extremos se encontraba muy elevado. Escuché gritos de dolor y
había gran confusión. La locomotora también se había descarrilado,
pero el vagón en el que nos encontrábamos no había sufrido ningún
daño, y se encontraba separado de los demás a una distancia de unos
treinta metros. El vagón del equipaje no había recibido mucho daño,
de modo que nuestro gran baúl con libros se encontraba intacto. El
vagón de segunda clase estaba deshecho, y sus secciones, todavía
con pasajeros adentro, habían caído a ambos lados de la vía. El
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vagón en el que habíamos procurado encontrar asientos estaba muy
averiado, y uno de sus extremos se elevaba sobre un montón de
escombros. El mecanismo de acoplamiento no se había roto, pero
el vagón en el que nos encontrábamos había sido desenganchado