Página 26 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
los resultados no fueran satisfactorios; por otra parte, consideraban
muy dudosa la posibilidad de que recuperara la salud debido a que
había perdido tanta sangre y a que había experimentado un choque
nervioso tan fuerte. Aunque llegara a revivir, sostenían los doctores,
no viviría durante mucho tiempo. Había enflaquecido tanto que me
encontraba reducida a piel y huesos.
Por este tiempo comencé a orar a Dios y a pedirle que me prepa-
rase para la muerte. Cuando nuestros amigos cristianos venían de
visita le preguntaban a mi madre si me había hablado acerca de la
muerte. Yo escuchaba estas conversaciones y me sentía estimulada.
Deseaba llegar a ser cristiana y oraba fervientemente pidiendo per-
dón por mis pecados. Como resultado experimenté gran paz mental,
amé a todos y sentí grandes deseos de que todos tuvieran sus pecados
perdonados y amaran a Jesús como yo lo amaba.
Recuerdo muy bien una noche de invierno en que todo estaba
cubierto de nieve. De pronto el cielo se iluminó, se puso rojo y me
dio la impresión de que se había airado, ya que parecía abrirse y
cerrarse mientras la nieve se veía como si estuviera teñida de sangre.
Los vecinos estaban espantados. Mi madre me llevó en sus brazos
hasta la ventana. Me sentí feliz porque pensé que Jesús venía, y tuve
grandes deseos de verlo. Mi corazón rebosaba de alegría, crucé las
manos en ademán de éxtasis y pensé que se habían acabado mis
sufrimientos. Pero mis esperanzas no tardaron en convertirse en
amargo chasco, porque pronto el singular aspecto del cielo palideció
y al día siguiente el sol salió como de costumbre.
Fui recuperando mis fuerzas con mucha lentitud. Más tarde, al
participar nuevamente en los juegos con mis compañeras, me vi for-
zada a aprender la amarga lección de que nuestra apariencia personal
con frecuencia influye directamente en la forma como nos tratan las
personas con quienes nos relacionamos. Cuando me sucedió esta
desgracia mi padre se encontraba en el Estado de Georgia. A su
regreso, abrazó a mi hermano y mis hermanas, y preguntó por mí.
Mientras mi madre me señalaba con el dedo, yo retrocedía tímida-
mente; pero mi propio padre no me reconoció. Le resultó difícil creer
que yo fuera su pequeña Elena, a quien sólo pocos meses antes había
dejado rebosante de salud y felicidad. Esto hirió profundamente mis
sentimientos; pero traté de mostrarme exteriormente alegre, aunque
tenía destrozado el corazón.
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