Página 27 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Mi infancia
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En numerosas ocasiones en esos días de infancia me vi forzada a
sentir profundamente mi infortunio. Mis sentimientos resultaban he-
ridos fácilmente, lo que me hacía muy desdichada. Con frecuencia,
con el orgullo herido, mortificada y de pésimo humor, me retira-
ba a un lugar donde pudiera estar sola y espaciarme en sombrías
meditaciones acerca de las pruebas que estaba destinada a soportar
diariamente.
No tenía a mi disposición el alivio de las lágrimas, porque no
podía llorar con tanta facilidad como lo hacía mi hermana gemela;
aunque sentía el corazón oprimido y me dolía como si se me estuvie-
ra destrozando, no era para mí posible derramar lágrima alguna. Con
frecuencia sentía que un buen llanto contribuiría en gran manera a
aliviarme de mis sufrimientos. Algunas veces la bondadosa simpatía
de ciertos amigos hacía desaparecer mi melancolía y removía mo-
mentáneamente el peso de plomo que me oprimía el corazón. ¡Cuán
fútiles y triviales me parecían los placeres terrenos en esas ocasio-
nes! ¡Cuán inconstantes las amistades de mis jóvenes compañeras!
Sin embargo, esas compañeritas de escuela no eran diferentes de
la mayoría de la gente. Se sentían atraídas por un vestido hermoso
o por una cara bonita, pero en cuanto sobrevenía un infortunio, se
enfriaba o destruía la frágil amistad. Pero cuando me volvía hacia
mi Salvador, él me consolaba y me proporcionaba solaz. Durante
los momentos de dificultad que me afligían procuraba intensamente
buscar a mi Señor, y él me daba consuelo. Sentía la seguridad de
que Jesús me amaba aun a mí.
Parecía que mi salud había quedado irremediablemente afec-
tada. No pude respirar por la nariz durante dos años, y asistí a la
escuela sólo pocas veces. Al parecer era imposible para mí estudiar
y recordar lo aprendido. La misma niña que había ocasionado mi
desgracia fue nombrada monitora de la clase por nuestra maestra, y
entre otros deberes tenía el de ayudarme en mis tareas escritas y en
otras lecciones. Siempre se mostraba genuinamente apesadumbrada
por el grave perjuicio que me había ocasionado, aunque yo tenía
buen cuidado de no recordárselo. Me trataba con ternura y paciencia,
y se mostraba triste y solícita al verme empeñada trabajosamente,
afectada por serias desventajas, en obtener una educación.
Vivía en estado de postración nerviosa, debido a lo cual me
temblaba la mano impidiéndome progresar en la escritura, ya que