Página 301 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Nuestro deber para con los pobres
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Muchos que apenas pueden vivir cuando están solteros, deci-
den casarse y criar una familia, cuando saben que no tienen con
qué sostenerla. Y lo peor es que no tienen ningún gobierno de su
familia. Todo su comportamiento en la familia se caracteriza por
hábitos de negligencia. No ejercen ningún dominio sobre sí mismos,
y son irascibles, impacientes e inquietos. Cuando los tales aceptan el
mensaje, les parece que tienen derecho a la ayuda de sus hermanos
más pudientes; y si no se satisfacen sus expectativas, se quejan de
la iglesia, y la acusan de no vivir conforme a su fe. ¿Quiénes deben
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sufrir en este caso? ¿Se debe desangrar la causa de Dios y agotar su
tesorería, para cuidar de sus familias pobres y numerosas? No. Los
padres deben ser los que sufran. Por lo general, no sufrirán mayor
escasez después de aceptar el sábado que antes.
Hay entre algunos de los pobres un mal que por cierto provocará
su ruina a menos que lo venzan. Abrazaron la verdad apegados a
costumbres groseras e incultas, y necesitan cierto tiempo para darse
cuenta de su rusticidad y comprender que ella no está de acuerdo con
el carácter de Cristo. Consideran orgullosos a los más ordenados y
refinados, y a menudo se les oye decir: “La verdad nos pone a todos
en el mismo nivel”. Pero es un grave error pensar que la verdad
rebaja a quien la recibe. Lo eleva, refina sus gustos, santifica su
criterio, y si se vive conforme a ella, lo hace a uno cada vez más
idóneo para gozar de la sociedad de los santos ángeles en la ciudad
de Dios. La verdad está destinada a elevarnos a todos a un alto nivel.
Los más pudientes deben actuar siempre noble y generosamente con
los hermanos más pobres; han de darles también buenos consejos, y
luego dejarles pelear las batallas de la vida. Pero me fue mostrado
que la iglesia tiene el deber solemnísimo de cuidar especialmente de
las viudas, huérfanos e inválidos indigentes.
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