Página 35 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Mi conversión
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había descansado sobre mí. Sentí que en adelante no pertenecería a
este mundo, porque me había levantado de la tumba líquida y había
surgido a una nueva vida.
Ese mismo día en la tarde fui recibida en la iglesia como miem-
bro regular. Junto a mí se encontraba una joven que también era
candidata a ser admitida en la iglesia. La paz y la felicidad llenaban
mi mente, hasta que vi anillos de oro que relucían en los dedos de
esta hermana y los grandes aretes que pendían ostentosamente de
sus orejas. Luego observé que tenía el sombrero adornado con flores
artificiales y costosas cintas dispuestas en lazos y moños. Mi gozo
se convirtió en tristeza debido a este despliegue de vanidad en una
persona que pretendía ser seguidora del humilde y manso Jesús.
Yo esperaba que el pastor reprendiera disimuladamente o aconse-
jara a esta hermana, pero él no tomó en cuenta sus adornos ostentosos
y no la reprochó. Ambas fuimos recibidas como miembros de la
iglesia. La mano adornada con joyas fue estrechada por el represen-
tante de Cristo y los nombres de ambas fueron inscritos en el libro
de la iglesia.
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Esta circunstancia me causó no poca incertidumbre y tribulación
al recordar las palabras del apóstol: “Asimismo que las mujeres se
atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado
ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas
obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad”.
1 Timoteo
2:9-10
. La enseñanza contenida en este pasaje bíblico al parecer era
abiertamente pasada por alto por personas a quienes yo consideraba
cristianas devotas y que tenían más experiencia que yo.
Si en realidad era tan pecaminoso como yo suponía imitar la
vestimenta extravagante de los mundanos, ciertamente estas cris-
tianas lo comprenderían y se conformarían a la norma bíblica. Sin
embargo, decidí en mi fuero interno seguir mis convicciones en lo
que se refería al deber. No pude dejar de sentir que era contrario al
espíritu del Evangelio dedicar el tiempo y los recursos dados por
Dios al adorno personal, y que la humildad y el renunciamiento eran
más apropiados para las personas cuyos pecados habían costado el
sacrificio infinito del Hijo de Dios.
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