Página 37 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Sentimientos de desesperación
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encaminaban temblorosos hacia los asientos reservados para los que
buscaban ayuda espiritual. Las personas de edad madura, los jóvenes
y los niños eran sacudidos profundamente. En el altar de oración se
mezclaban los gemidos con la voz del llanto y las expresiones de
alabanza a Dios.
Yo creía las solemnes palabras que hablaba el siervo de Dios,
y sentía aflicción cuando alguien se oponía a ellas o cuando se
las hacía objeto de burla. Asistí con frecuencia a esas reuniones
y creía que Jesús vendría pronto en las nubes del cielo; pero mi
gran preocupación consistía en estar lista para encontrarme con él.
Mi mente constantemente se extendía en el tema de la santidad del
corazón. Anhelaba sobre todas las demás cosas obtener esta gran
bendición y sentir que había sido completamente aceptada por Dios.
Entre los metodistas había escuchado muchas veces hablar acer-
ca de la santificación. Había visto algunas personas que habían
perdido su fortaleza física bajo la influencia de poderosa agitación
mental, y había oído decir que eso era una evidencia de santificación.
Pero no podía comprender qué era necesario hacer a fin de estar
plenamente consagrada a Dios. Mis amigas cristianas me decían:
“¡Cree en Jesús ahora! ¡Cree que él te acepta ahora!” Traté de hacer
como me decían, pero encontré que era imposible creer que había
recibido una bendición, la cual, me parecía a mí, debía conmover
mi ser entero. Me admiraba de mi propia dureza de corazón, que
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resultaba evidente al ser incapaz de experimentar la exaltación de
espíritu que otras personas manifestaban. Me parecía que yo era
diferente de los demás y que había sido excluida para siempre del
perfecto gozo de la santidad de corazón.
Mis ideas acerca de la justificación y la santificación eran confu-
sas. Estos dos estados se presentaban a mi mente como separados
y distintos el uno del otro; y sin embargo no lograba comprender
cuál era esa diferencia ni entender el significado de estos términos, y
todas las explicaciones dadas por los predicadores tenían como úni-
co resultado aumentar mis dificultades. Era incapaz de reclamar esa
bendición para mí misma, y me preguntaba si no estaría reservada
únicamente para los metodistas, y si al asistir a las reuniones adven-
tistas no me estaba excluyendo por mi propia voluntad precisamente
de lo que anhelaba por encima de todas las demás cosas, que era la
santificación del Espíritu de Dios.