Página 39 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Sentimientos de desesperación
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para allí regocijarse por nuestros sufrimientos en los horrores de
un infierno que ardía eternamente, donde después de las torturas de
miles y miles de años, las olas ígneas sacarían a la superficie a las
víctimas que se retorcían de dolor y que gritarían: “¿Hasta cuándo,
oh Señor, hasta cuándo?” Y la respuesta descendería resonando
hasta las profundidades del abismo: “¡Durante toda la eternidad!”
Nuevamente las olas ígneas rodearían a los perdidos y los arrastrarían
a las profundidades de un mar de fuego en perpetuo movimiento.
Mientras escuchaba estas terribles descripciones, mi imaginación
quedaba de tal manera sobrecargada que me ponía a transpirar y
a duras penas podía reprimir un grito de angustia, porque ya me
parecía sentir los dolores de la perdición. Después de eso, el pastor
hablaba de la incertidumbre de la vida. En un momento podemos
estar sobre la faz de la tierra y en el momento siguiente podemos
encontrarnos en el infierno, o bien en un momento podemos estar en
la tierra y en el momento siguiente en el cielo. ¿Elegiríamos el lago
de fuego y la compañía de los demonios, o bien las bendiciones del
cielo con los ángeles como nuestros compañeros? ¿Escucharíamos
los lamentos y las maldiciones de las almas perdidas durante toda la
eternidad o bien entonaríamos los cánticos de Jesús ante el trono?
Nuestro Padre celestial era presentado ante mi mente como un
tirano que se deleitaba en las agonías de los condenados, y no como
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el tierno y compasivo Amigo de los pecadores, quien ama a sus
criaturas con un amor que sobrepasa todo entendimiento y que desea
verlas salvadas en su reino.
Mis sentimientos eran muy tiernos. Me causaba aflicción la idea
de provocar dolor a cualquier criatura viviente. Cuando veía que los
animales eran maltratados me compadecía de ellos. Probablemente
el sufrimiento despertaba en mí fácilmente sentimientos de compa-
sión porque yo misma había sido víctima de la crueldad irreflexiva
que había producido como resultado la herida que había oscurecido
mi infancia. Pero cuando se posesionó de mi mente el pensamiento
de que Dios se complacía en la tortura de sus criaturas, que habían
sido formadas a su imagen, una muralla de tinieblas me separó de él.
Al reflexionar en que el Creador del universo hundiría a los impíos
en el infierno, para que se quemaran durante la eternidad sin fin, el
miedo invadió mi corazón y perdí la esperanza de que un ser tan