Página 40 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
cruel y tirano llegara alguna vez a condescender en salvarme de la
condenación del pecado.
Pensaba que mi suerte sería la del pecador condenado, y que
tendría que soportar eternamente las llamas del infierno durante
tanto tiempo como existiera Dios. Esta impresión se profundizó en
mi mente hasta el punto en que temí perder la razón. Miraba con
envidia a las bestias irracionales, porque carecían de un alma que
podía ser castigada después de la muerte. Muchas veces abrigué el
pensamiento de que hubiera sido preferible no haber nacido.
Me hallé completamente rodeada por las tinieblas, sin ver ningún
camino de salida que me sacara de las sombras. Si se me hubiera
presentado la verdad en la forma en que ahora la conozco, no hubiera
tenido necesidad de experimentar tanta confusión y tristeza. Si los
predicadores hubieran hablado más del amor de Dios y menos de
su estricta justicia, la belleza y la gloria de su carácter me hubieran
inspirado con un profundo y ferviente amor hacia mi Creador.
Después de eso he pensado que muchos alienados mentales que
pueblan los asilos para enfermos de la mente, llegaron a ese lugar
a causa de experiencias similares a las que yo misma había tenido.
Su conciencia recibió el impacto de un sentimiento abrumador de
culpa y pecado, y su fe temblorosa no se atrevió a reclamar el per-
dón prometido por Dios. Escucharon las descripciones del infierno
ortodoxo hasta que se les heló la sangre en las venas a causa del
temor y en su memoria se grabó en forma indeleble una impresión
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de terror. El horroroso cuadro permaneció siempre delante de ellos,
en las horas de vigilia como durante el sueño, hasta que la realidad
se perdió en su imaginación y contemplaron únicamente las ser-
penteantes llamas de un fabuloso infierno y escucharon tan sólo los
gritos desgarradores de los condenados. La razón quedó destronada
y el cerebro se llenó de las descabelladas fantasías de una terrible
pesadilla. Los que enseñan la doctrina de un infierno eterno harían
bien en examinar más de cerca la autoridad con la que respaldan una
creencia tan cruel.
Nunca había orado en público y había pronunciado tan sólo unas
pocas expresiones tímidas durante las reuniones de oración. Tuve
la impresión de que en adelante debía buscar a Dios en oración en
nuestras reducidas reuniones sociales. No me atrevía por temor a
confundirme, hasta el grado de no conseguir expresar mis pensa-