Página 41 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Sentimientos de desesperación
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mientos. Pero ese deber quedó impreso con tanta fuerza en mi mente,
que cuando intentaba orar en secreto me parecía que me estaba bur-
lando de Dios, porque había fracasado en mi intento de obedecer su
voluntad. Me llené de desesperación y durante tres largas semanas
ningún rayo de luz penetró las tinieblas que me habían rodeado.
Experimentaba intensos sufrimientos mentales. En algunos casos
no me atrevía a cerrar los ojos durante toda la noche, sino que
esperaba hasta que mi hermana gemela estuviera profundamente
dormida para salir calladamente de la cama y arrodillarme en el
suelo para orar silenciosamente, con una inmensa agonía de espíritu
que no puedo describir. Tenía siempre ante mí los horrores de un
infierno que ardía eternamente. Sabía que sería imposible para mí
vivir durante mucho tiempo más en esta condición, pero no me
atrevía a morir y sufrir la terrible suerte del pecador. ¡Con cuánta
envidia consideraba a los que habían logrado la seguridad de haber
sido aceptados por Dios! ¡Cuán preciosa resultaba la esperanza del
cristiano para mi alma en agonía!
Con frecuencia permanecía postrada en oración durante casi toda
la noche. Gemía y temblaba con angustia inexpresable y una deses-
peración que desafiaba toda descripción. ¡Señor, ten misericordia!
era mi súplica, y lo mismo que el pobre publicano, no me atrevía a
levantar mis ojos hacia el cielo, sino que bajaba mi rostro hasta el
suelo. Perdí peso notablemente y mis fuerzas disminuyeron, y sin
embargo no compartí con nadie mi sufrimiento y desesperación.
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Mientras me encontraba en este estado de abatimiento tuve un
sueño que me impresionó profundamente. Soñé que veía un templo
hacia el que se dirigía mucha gente. Solamente los que se refugiaban
en ese templo se salvarían cuando se acabara el tiempo. Todos
los que permanecieran afuera se perderían para la eternidad. Las
multitudes que estaban afuera y que llevaban a cabo sus tareas
acostumbradas se burlaban y ridiculizaban a los que entraban en el
templo. Les decían que ese plan de seguridad era un engaño astuto,
y que en realidad no existía daño alguno que se debía evitar. Hasta
echaron mano de algunos para impedir que se apresurasen a entrar.
Temiendo quedar en ridículo, pensé que era mejor esperar hasta
que se dispersara la multitud, o hasta poder entrar sin ser vista. Pero
la gente aumentaba en lugar de disminuir, por lo cual, temerosa de
que fuera demasiado tarde, salí apresuradamente de mi hogar y me