Página 42 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
abrí paso dificultosamente entre la multitud. En mi afán por llegar
al templo, no reparé en la muchedumbre que me rodeaba, ni me
preocupé de ella. Al entrar en el edificio, vi que el amplio templo
estaba sostenido por una inmensa columna a la que estaba atado
un cordero mutilado y sangrante. Los que estábamos en ese lugar
sabíamos que este cordero había sido desgarrado y herido por causa
de nosotros. Todos los que entraban en el templo debían comparecer
ante él y confesar sus pecados.
Justamente delante del cordero había asientos elevados en los
que estaba sentada una cantidad de gente con aspecto muy feliz. La
luz del cielo brillaba sobre sus rostros y alababan a Dios y cantaban
himnos de gozoso agradecimiento que sonaban como música de
ángeles. Eran los que habían comparecido ante el cordero, confesado
sus pecados, recibido perdón y que ahora esperaban que sucediera
algún gozoso acontecimiento.
Aun después de haber entrado en el edificio me sobrecogió un
sentimiento de vergüenza porque debía humillarme delante de esa
gente. Pero me sentí compelida a avanzar, y mientras caminaba len-
tamente para rodear la columna a fin de comparecer ante el cordero,
resonó una trompeta, el templo se sacudió, los santos congregados
profirieron exclamaciones de triunfo, un impresionante resplandor
iluminó el edificio y luego todo quedó sumido en intensa oscuridad.
La gente que había dado muestras de gran gozo había desaparecido
con el resplandor, y yo quedé sola en el silencioso horror nocturno.
Desperté en un estado de aflicción extrema y a duras penas pude
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convencerme de que había estado soñando. Tuve la impresión de
que se había decidido mi condenación y que el Espíritu del Señor
me había abandonado para nunca más retornar.
Poco después de éste, tuve otro sueño. Me parecía estar sentada
en un estado de absoluta zozobra, con la cabeza entre las manos,
mientras me hacía la siguiente reflexión: si Jesús estuviera aquí en
la tierra, iría a su encuentro, me arrojaría a sus pies y le contaría
todos mis sufrimientos. El no se alejaría de mí, en cambio tendría
misericordia de mí y yo lo amaría y le serviría para siempre. Justa-
mente en ese momento se abrió la puerta y entró un personaje de
agradable aspecto y hermoso rostro. Me miró compasivamente y me
dijo: “¿Quieres ver a Jesús? El está aquí y puedes verlo si lo deseas.
Toma todas tus posesiones y sígueme”.