Página 43 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Sentimientos de desesperación
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Escuché esas palabras con gozo indescriptible, reuní alegremente
mis escasas posesiones, todas mis apreciadas bagatelas, y seguí a
mi guía. Este me condujo hacia una escalera muy empinada y al
parecer bastante endeble. Cuando comencé a subir, él me aconsejó
que mantuviera los ojos fijos en el tope, porque así evitaría el mareo
y no caería. Muchos de los que también realizaban el empinado
ascenso caían antes de llegar arriba.
Finalmente llegamos al último peldaño y nos encontramos frente
a una puerta. Mi guía me indicó que dejara todos los objetos que
había traído conmigo. Lo hice gozosamente; entonces él abrió la
puerta y me invitó a entrar. En el momento siguiente me encontré
frente a Jesús. Era imposible no reconocer su hermoso rostro. Esa
expresión de benevolencia y majestad no podía pertenecer a nadie
más. Cuando volvió sus ojos hacia mí, supe de inmediato que él
conocía todas las circunstancias de mi vida y hasta mis pensamientos
y sentimientos más íntimos.
Procuré evitar su mirada, por considerarme incapaz de soportar
sus ojos penetrantes, pero él se aproximó a mí con una sonrisa,
y colocando su mano sobre mi cabeza me dijo: “No temas”. El
sonido de su dulce voz hizo vibrar mi corazón con una felicidad que
nunca antes había experimentado. Sentía tanto gozo que no pude
pronunciar ni una palabra, pero, sobrecogida por la emoción, caí
postrada a sus pies. Mientras me encontraba postrada pasaron ante
mí escenas gloriosas y de gran hermosura, y me pareció que había
alcanzado la seguridad y la paz del cielo. Por fin recuperé las fuerzas
y me levanté. Los amantes ojos de Jesús todavía permanecían fijos
en mí, y su sonrisa colmó mi alma de gozo. Su presencia me llenó
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con santa reverencia y amor inefable.
A continuación mi guía abrió la puerta y ambos salimos. Me
indicó que nuevamente tomara mis posesiones que había dejado
afuera, y me entregó una cuerda de color verde bien enrollada. Me
dijo que la colocara cerca de mi corazón, y que cuando deseara ver
a Jesús la sacara y la estirara todo lo posible. Me advirtió que no
debía dejarla enrollada durante mucho tiempo porque en ese caso se
anudaría y resultaría difícil estirarla. Coloqué la cuerda cerca de mi
corazón y descendí gozosamente por la estrecha escalera, alabando
a Dios y diciendo a todas las personas con quienes me encontraba
dónde podían encontrar a Jesús. Este sueño me llenó de esperanza.