Página 503 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Nuestros ministros
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tacaños y exigentes. El dinero se convierte en su dios. Se deleitan
en el poder que el dinero les proporciona, en el honor que reciben
a causa de él. El ángel dijo: “Advierte cómo soportan la prueba.
Observa el desarrollo del carácter bajo la influencia de las riquezas”.
Algunos eran opresivos con los pobres necesitados y contrataban sus
servicios por el salario más bajo. Eran opresivos porque el dinero
era poder para ellos. Vi que el ojo de Dios los observaba. Se habían
engañado. “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para
recompensar a cada uno según sea su obra”.
Apocalipsis 22:12
.
Algunas personas ricas no dejan de dar para el ministerio. Practi-
can su dadivosidad sistemática con exactitud y se enorgullecen de su
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puntualidad y generosidad, y piensan que allí termina su deber. Está
bien que sean dadivosos, pero su deber no concluye ahí. Dios tiene
derechos sobre ellos, que no comprenden; la sociedad tiene derechos
sobre ellos y sus semejantes también los tienen; cada miembro de
su familia tiene derechos sobre ellos. Todos estos derechos deben
ser considerados, y no hay que desestimar ni descuidar ni uno solo.
Algunas personas dan para el ministerio y dan a la tesorería casi
con tanta satisfacción como si eso les abriera las puertas del cielo.
Algunos piensan que no pueden hacer nada para ayudar la causa
de Dios a menos que tengan constantemente cuantiosas ganancias.
Creen que por ningún motivo deben tocar el capital. Si nuestro Sal-
vador les dirigiera las mismas palabras que habló a cierto dirigente:
“Anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el
cielo; y ven y sígueme” (
Mateo 19:21
), se irían entristecidos porque
elegirían, como lo hizo él, retener sus ídolos, sus riquezas, antes que
desprenderse de ellas para asegurar un tesoro en el cielo. El dirigente
afirmó que había guardado todos los mandamientos de Dios desde
su juventud, y confiado en su fidelidad y justicia, y pensando que
era perfecto, preguntó: “¿Qué más me falta?” Jesús de inmediato
deshizo su sentido de seguridad al referirse a sus ídolos, sus pose-
siones. Tenía otros dioses delante del Señor, los que consideraba
de mayor valor que la vida eterna. Le faltaba el amor supremo a
Dios. Lo mismo sucede con algunos que profesan creer en la verdad.
Piensan que son perfectos, suponen que nada les falta, cuando en
realidad están lejos de la perfección y están apreciando ídolos que
les cerrarán las puertas del cielo.