Página 601 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Breve bosquejo de mis actividades
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habían perdido la esperanza de preservar mi vida, por haber yo caído
presa de la enfermedad, mi esposo me había llevado en brazos al
barco o al tren. En una ocasión, después de viajar hasta la media
noche, nos encontrábamos sin recursos en la ciudad de Boston. En
dos o tres ocasiones, caminamos por fe once kilómetros. Viajábamos
hasta donde mis esfuerzos me lo permitían y entonces caíamos de
rodillas al suelo y pedíamos fuerzas para seguir. La fuerza fue supli-
da y fuimos capacitados para trabajar esforzadamente por el bien de
las almas. No permitíamos que ningún obstáculo nos distrajera del
deber o nos separara de la obra.
El espíritu manifestado en estas reuniones me inquietó profunda-
mente. Volví al hogar todavía preocupada, porque los que asistieron
no hicieron esfuerzo alguno por aliviarme reconociendo que esta-
ban convencidos de haberme juzgado equivocadamente, y de que
sus sospechas y acusaciones contra mí eran injustas. No podían
condenarme, pero tampoco hicieron un esfuerzo por absolverme.
Por quince meses mi esposo había estado tan débil que no ha-
bía podido llevar consigo ni el reloj ni su cartera, ni manejar por sí
mismo los caballos cuando salía en coche. Pero este año, él había
tomado su reloj y cartera—esta última vacía como consecuencia de
nuestros cuantiosos gastos—y había podido conducir por sí mismo
al viajar en coche. Durante su enfermedad había rehusado en varias
ocasiones aceptar dinero de sus hermanos por valor de casi mil dó-
lares, diciéndoles que cuando estuviera en necesidad les notificaría.
Finalmente nos vimos en necesidad. Mi esposo sintió que era su
deber, antes de llegar a ser dependiente, vender primero todo aquello
de lo cual podíamos prescindir. Tenía unas pocas cosas de menor
valor en la oficina y distribuidas en las casas de algunos hermanos
de Battle Creek, las cuales recogió y vendió. Nos desprendimos de
muebles por valor de cerca de ciento cincuenta dólares. Mi esposo
trató de vender nuestro sofá para el lugar de reunión, ofreciendo dar
diez dólares de su valor como ofrenda, pero no pudo. Por entonces
murió nuestra única y valiosa vaca. Por primera vez mi esposo sintió
que necesitaría ayuda, y le envió una nota a un hermano diciéndole
que si a la iglesia le complacía ayudarle a reponer la pérdida de
la vaca, podía hacerlo. Pero no se hizo nada al respecto; más bien
lo acusaron de haber enloquecido por la codicia. Los hermanos lo
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conocían suficientemente para saber que jamás solicitaría ayuda a