Página 602 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
menos que se viera obligado por extrema necesidad. Y ahora que
lo había hecho, imaginen los lectores sus sentimientos y los míos
al ver que nadie se preocupaba del asunto excepto para herirnos en
nuestra necesidad y profunda aflicción.
En la reunión mi esposo confesó humildemente que se había
equivocado en varios asuntos de esta naturaleza, que jamás debió
haber hecho y nunca habría realizado sino por temor a sus her-
manos y por el deseo de estar en comunión con la iglesia. Esto
indujo a algunos que le habían herido a despreciarlo aparentemente.
Fuimos humillados a lo sumo y acongojados más allá de lo que
puede expresarse. Bajo estas circunstancias empezamos a cumplir
un compromiso en Monterrey. En el camino fui presa de la más
terrible angustia de espíritu. Traté de explicarme a mí misma por qué
nuestros hermanos no comprendían nuestra obra. Me había sentido
segura de que cuando nos reuniéramos con ellos sabrían de qué
espíritu éramos, y que el Espíritu de Dios en ellos respondería a
su presencia en nosotros, sus humildes servidores, y habría unión
en pensar y en sentir. En vez de esto, se desconfió y sospechó de
nosotros y fuimos vigilados, causándonos la más grande perplejidad
que alguna vez sentí.
Al meditar de esa manera, una parte de la visión que se me había
dado en Róchester el 25 de diciembre de 1865, llegó a mi mente
como un relámpago e inmediatamente se la conté a mi esposo:
Se me mostró unos árboles que crecían juntos, formando un
círculo. Una vid subía por ellos y los cubría en sus copas apoyándose
en ellos y formando un parrón. Vi que los árboles se mecían de un
lado al otro, como si fueran movidos por un poderoso viento. Una
tras otra, las ramas de la vid fueron sacudidas de lo que constituía su
apoyo en los árboles hasta quedar sueltas, excepto por unos pocos
zarcillos que se aferraban a las ramas más bajas. Alguien vino
entonces y cortó el resto de los zarcillos que sujetaban la vid, y ésta
quedó tendida sobre la tierra.
La congoja y la angustia de mi mente eran indescriptibles cuan-
do vi la vid echada por tierra. Muchos pasaban y la miraban con
lástima. Yo esperaba ansiosamente que una mano amiga la levantara;
pero nadie ofreció ayuda. Pregunté por qué ninguna mano levantó
la vid. Entonces vi un ángel que se acercó a la vid aparentemente
abandonada. Extendió sus brazos, los puso debajo de la vid y los