Página 680 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
guardadores del sábado. Hizo confesión con lágrimas. Luego les
hicimos llegar fervientes ruegos a los jóvenes, hasta que trece de
ellos se levantaron y expresaron su deseo de ser cristianos. Entre
ellos estaban los hijos del Hno. Ball. Uno o dos se fueron antes de
terminar, porque debían volver a casa. Un joven de unos veinte años
de edad había caminado más de sesenta kilómetros para vernos y
escuchar la verdad. Nunca había profesado una religión, pero antes
de irse hizo su decisión por el Señor. Esa reunión fue una de las
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mejores. Al concluir, el Hno. Ball se acercó a tu padre y confesó
con lágrimas que le había hecho mal, y le rogó que lo perdonara.
Luego se me acercó y confesó que me había hecho un gran daño.
‘¿Puede usted perdonarme y orar a Dios para que me perdone?’,
dijo. Le aseguramos que lo perdonaríamos tan libremente como
esperábamos ser perdonados. Nos separamos de todos con muchas
lágrimas, sintiendo que la bendición del cielo descansaba sobre
nosotros. En la tarde no tuvimos reunión.
“El jueves nos levantamos a las cuatro de la mañana. Por la
noche había llovido, y todavía duraba la lluvia; sin embargo nos
aventuramos a comenzar nuestro viaje a Bellows Falls, una distancia
de casi cuarenta kilómetros. Los primeros seis fueron muy esca-
brosos porque tomamos una huella privada a través de los campos
para evitar unas colinas de mucha pendiente. Pasamos sobre piedras
y por campos arados, donde casi nos caíamos del trineo. A eso de
la salida del sol, la tormenta se disipó, y una vez que llegamos al
camino público adelantamos con mucho mayor comodidad. El clima
estaba muy agradable; no podíamos haber pedido un día más bonito
para viajar. Al llegar a Bellows Falls descubrimos que estábamos
una hora tarde para el tren expreso, y una hora temprano para el
siguiente. No podríamos llegar a St. Albans antes de las nueve de
la noche. Buscamos un lugar confortable en un vagón de buena
apariencia, luego tomamos nuestra cena y gozamos de los sencillos
alimentos. Después nos preparamos a dormir si nos era posible.
“Mientras estaba dormida, alguien me sacudió vigorosamente el
hombro. Al despertar, vi ante mí a una dama de agradable aspecto,
que me dijo: ‘¿No me reconoce? Soy la Hna. Chase. El tren está en
White River y para poco rato. Vivo cerca de aquí, y esta semana he
venido cada día a revisar los vagones por si los encontraba a ustedes’.
Entonces recordé que habíamos almorzado en la casa de ella, en