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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
y timidez, y alentada por el pensamiento del amor de Jesús y de la
obra admirable que había efectuado por mí. La seguridad constante
de que estaba cumpliendo mi deber y obedeciendo la voluntad del
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Señor me daba una confianza que me sorprendía. En tales ocasiones
me sentía dispuesta a hacer o sufrir cualquier cosa a fin de ayudar a
otros a recibir la luz y la paz de Jesús.
Pero me parecía imposible llevar a cabo esta obra que se me
había presentado; intentar hacerlo me parecía correr a un fracaso
seguro. Las pruebas relacionadas con ella me parecían más de lo
que yo podía soportar. ¿Cómo podría yo, una niña, ir de lugar en
lugar para desplegar ante la gente las santas verdades de Dios? Ese
pensamiento me llenaba de temor. Mi hermano Roberto, que tenía
sólo pocos años más que yo, no me podía acompañar, porque tenía
mala salud y era aún más tímido que yo; no había nada que me
hubiera podido inducir a dar ese paso. Mi padre debía trabajar para
sostener a su familia, por lo que no podía abandonar su negocio;
pero él me aseguró que si Dios me había llamado a trabajar en otros
lugares, no dejaría de abrir el camino que yo debía recorrer. Pero
esas palabras de ánimo llevaron poco alivio a mi corazón desvalido.
El camino que debía recorrer me parecía lleno de dificultades que
yo sería incapaz de vencer.
Anhelaba la muerte como liberación de las responsabilidades
que se acumulaban sobre mí. Finalmente me abandonó la dulce paz
de la que había disfrutado durante tanto tiempo y me vi nuevamente
asaltada por la desesperación. Mis oraciones parecían no producir
resultado alguno y desapareció mi fe. Las palabras de consuelo,
reproche o ánimo me sonaban indiferentes, porque me parecía que
nadie podía comprenderme fuera de Dios, y él me había abandonado.
El grupo de creyentes de Portland ignoraba las preocupaciones que
me afligían y que me habían puesto en ese estado de desvanecimien-
to; pero sabían que yo había entrado en un estado de depresión por
alguna razón, y pensaban que eso era un pecado de mi parte, consi-
derando la forma misericordiosa en que Dios se había manifestado a
mí.
Temía que Dios me hubiera privado para siempre de su favor.
Al pensar en la luz que anteriormente había bendecido mi alma, me
pareció doblemente preciosa en contraste con las tinieblas que ahora
me rodeaban. En la casa de mi padre se llevaban a cabo reuniones,