Página 121 - Joyas de los Testimonios 2 (2004)

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El verdadero espíritu misioner
El verdadero espíritu misionero es el espíritu de Cristo. El Re-
dentor del mundo fué el gran modelo misionero. Muchos de los
que le siguen han trabajado fervorosa y abnegadamente en la causa
de la salvación de los seres humanos; pero no ha habido hombre
cuya labor pueda compararse con la abnegación, el sacrificio y la
benevolencia de nuestro Dechado.
El amor que Cristo manifestó por nosotros es sin parangón. ¡Con
cuánto fervor trabajó él! Con cuánta frecuencia estaba solo orando
fervientemente, sobre la ladera de la montaña o en el retraimiento
del huerto, exhalando sus súplicas con lloro y lágrimas. ¡Con cuánta
perseverancia insistió en sus peticiones en favor de los pecadores!
Aun en la cruz se olvidó de sus propios sufrimientos en su profundo
amor por aquellos a quienes vino a salvar. ¡Cuán frío es nuestro
amor, cuán débil nuestro interés, cuando se comparan con el amor y
el interés manifestados por nuestro Salvador! Jesús se dió a sí mismo
para redimir nuestra especie; y sin embargo, cuán fácilmente nos
excusamos de dar a Jesús todo lo que tenemos. Nuestro Salvador
se sometió a trabajos cansadores, ignominia y sufrimiento. Fué
repelido, escarnecido, vilipendiado, mientras se dedicaba a la gran
obra que había venido a hacer en la tierra.
¿Preguntáis, hermanos y hermanas, qué modelo copiaremos? No
os indico a hombres grandes y buenos, sino al Redentor del mundo.
Si queréis tener el verdadero espíritu misionero, debéis ser domina-
dos por el amor de Cristo; debéis mirar al Autor y Consumador de
nuestra fe, estudiar su carácter, cultivar su espíritu de mansedumbre
y humildad, y andar en sus pisadas.
Muchos suponen que el espíritu misionero y las cualidades para
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el trabajo misionero constituyen un don especial que se otorga a los
ministros y a unos pocos miembros de la iglesia, y que todos los
demás han de ser meros espectadores. Nunca ha habido mayor error.
Todo verdadero cristiano ha de poseer un espíritu misionero, porque
Testimonios para la Iglesia 5:385-389 (1885)
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