Página 473 - Joyas de los Testimonios 2 (2004)

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Nuestro deber hacia el mundo
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Debemos esforzarnos por proveerles trabajo y, si es necesario, en-
señarles a trabajar. Enséñese a los miembros de las familias pobres
a cocinar, a hacer y arreglar su propia ropa, a cuidar debidamente
su casa. Enséñese cabalmente a los niños y niñas algún oficio u
ocupación útil. Debemos educar a los pobres para que se sostengan
a sí mismos. Esto será un auxilio verdadero, porque no sólo les dará
sostén propio, sino que los habilitará para ayudar a otros.
Es propósito de Dios que los ricos y los pobres estén estrecha-
mente vinculados por los lazos de la simpatía y el espíritu servicial.
El nos invita a interesarnos en todos los casos de padecimiento y
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necesidad que lleguen a nuestro conocimiento.
No pensemos que es rebajar nuestra dignidad atender a la huma-
nidad doliente. No miremos con indiferencia y desprecio a los que
han arruinado el templo del alma. Ellos son objeto de la compasión
divina. El que los creó a todos tiene interés en todos. Aun los que han
caído más bajo no están fuera del alcance de su amor y compasión.
Si somos verdaderamente sus discípulos, manifestaremos el mismo
espíritu. El amor inspirado por nuestro amor hacia Jesús verá en
cada alma, sea pobre o rica, un valor que no puede ser medido por
el cálculo humano. Revele nuestra vida un amor superior a cuanto
pueda expresarse en palabras.
Con frecuencia, el corazón de los hombres se endurece bajo
la reprensión; pero no puede resistir el amor que se les manifiesta
en Cristo. Debemos invitar al pecador a no sentirse desechado de
Dios. Invitémoslo a mirar a Cristo, que es el único capaz de sanar el
alma leprosa de pecado. Revelémosle al desesperado y desalentado
doliente que es prisionero de esperanza. Sea nuestro mensaje: “He
aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.”
Juan 1:29
.
Se me ha indicado que la obra misionera médica descubrirá en las
mismas profundidades de la degradación a hombres que, aunque se
han entregado a costumbres intemperantes y disolutas, responderán
a la labor apropiada. Pero es necesario reconocerlos y estimularlos.
Se necesita un esfuerzo firme, paciente y ferviente para elevarlos.
No pueden restaurarse a sí mismos. Pueden oír el llamamiento de
Cristo, pero sus oídos están demasiado embotados para discernir su
significado; sus ojos están demasiado ciegos para ver lo bueno que
está en reserva para ellos. Están muertos en delitos y pecados. Sin
embargo, aun éstos no están excluídos del banquete del Evangelio.