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Joyas de los Testimonios 2
es un Salvador vivo. No debemos pensar que nuestra propia gracia y
méritos nos salvarán; la gracia de Cristo es nuestra única esperanza
de salvación. Por el profeta promete el Señor: “Deje el impío su
camino, y el hombre inicuo sus pensamientos; y vuélvase a Jehová, el
cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio
en perdonar.”
Isaías 55:7
. Debemos creer en la promesa escueta,
y no aceptar el sentimiento en lugar de la fe. Cuando confiemos
plenamente en Dios, cuando confiemos en los méritos de Jesús
como Salvador que perdona el pecado, recibiremos toda la ayuda
que podamos desear.
Los méritos de Cristo son nuestra única esperanza
Miramos al yo, como si pudiésemos salvarnos a nosotros mis-
mos; pero Jesús murió por nosotros porque éramos impotentes para
ello. En él está nuestra esperanza, nuestra justificación, nuestra jus-
ticia. No debemos abatirnos, ni temer que no tengamos Salvador,
o que él no tenga para con nosotros pensamientos de misericordia.
En este mismo momento está realizando su obra en nuestro favor,
e instándonos a acudir a él en nuestra impotencia, y ser salvos. Le
deshonramos por nuestra incredulidad. Es asombroso cómo tratamos
a nuestro mejor Amigo, cuán poca confianza depositamos en Aquel
que puede salvarnos hasta lo sumo, y que nos ha dado toda evidencia
de su gran amor.
Hermanos míos, ¿esperáis que vuestros méritos os recomienden
al favor de Dios, pensando que debéis estar libres del pecado antes de
confiar en su poder para salvarnos? Si ésta es la lucha que se realiza
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en vuestra mente, temo que no adquiriréis fuerza, y os desanimaréis
finalmente.
En el desierto, cuando el Señor permitió que las serpientes vene-
nosas mordiesen a los israelitas rebeldes, se le indicó a Moisés que
alzase una serpiente de bronce e invitase a todos los heridos a mirar-
la y vivir. Pero muchos no vieron ayuda en este remedio señalado
por el cielo. En todo su alrededor había muertos y moribundos, y
sabían que sin la ayuda divina estaban perdidos irremisiblemente;
pero lamentaban sus heridas, sus dolores, su muerte segura, hasta
que perdían la fuerza y sus ojos se volvían vidriosos, cuando podrían
haber sido curados instantáneamente.