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Testimonios para la Iglesia, Tomo 2
ellos, pero se dan cuenta de que hay que hacer una obra mayor y
esperan que los Hnos. White la hagan. Esto, según lo vi, no es lo
que Dios quiere que se haga. En primer lugar, hay cierta deficien-
cia en algunos de nuestros ministros. No llevan a cabo una tarea
completa. No asumen la responsabilidad de la obra, ni salen para
tratar de llegar exactamente al punto donde la gente necesita ayuda.
Carecen de discernimiento para ver y apreciar exactamente dónde
la gente necesita ser corregida, reprendida, edificada y fortalecida.
Algunos trabajan semanas y meses en un lugar, y en realidad hay
más que hacer cuando se van que cuando comenzaron. La bene-
volencia sistemática avanza a tropezones. Es parte de la labor del
ministro atender este ramo de la obra, pero como no es agradable,
algunos descuidan este deber. Presentan la verdad de la Palabra de
Dios, pero no convencen a la gente con la necesidad de obedecerla.
Por lo tanto, muchos son oyentes, pero no hacedores. La gente se da
cuenta de esta deficiencia. Las cosas no están en orden entre ellos, y
buscan a los Hnos. White para que suplan la deficiencia.
Algunos de nuestros pastores se han deslizado por la superficie
sin meterse en las honduras de la obra, ni conquistar el corazón de la
gente. Se han excusado con el pensamiento de que los Hnos. White
van a proveer lo que a ellos les falta, porque están especialmente
adaptados para la obra. Estos hombres han trabajado, pero no en la
forma correcta. No han llevado la carga. No han ayudado donde era
necesario hacerlo. No han corregido las deficiencias que había que
corregir. No han encarado con todo el corazón, el alma y las energías
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las necesidades de la gente. El tiempo ha transcurrido y ellos no han
tenido nada que mostrar. La carga de sus deficiencias recae sobre
nosotros. Y animan a la gente a que nos busque, presentándoles la
idea de que nada hará la obra fuera de nuestro testimonio especial.
A Dios no le gusta esto. Los ministros deberían asumir mayores
responsabilidades y no albergar la idea de que no pueden llevar este
mensaje que ayudará a la gente donde lo necesite. Si no lo pueden
hacer, deberían quedarse en Jerusalén hasta que sean investidos del
poder de lo alto. No deberían dedicarse a una tarea que no pueden
llevar a cabo. Deberían salir llorando, para llevar la preciosa simiente,
y regresar de sus esfuerzos con regocijo, trayendo sus gavillas.
Los ministros deberían convencer a la gente de la necesidad del
esfuerzo individual. Ninguna iglesia puede florecer a menos que sus