Página 207 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 2 (1996)

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Los sufrimientos de Cristo
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ahora si le quiere: porque ha dicho: Soy Hijo de Dios”.
Mateo
27:40-43
.
Ni una palabra contestó Jesús a todo esto. Mientras se hundían
los clavos en sus manos, y grandes gotas de sudor agónico brotaban
de sus poros, los labios pálidos y temblorosos del Doliente inocente
exhalaron una oración de amor perdonador en favor de sus homi-
cidas: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Lucas
23:34
. Todo el cielo contemplaba la escena con profundo interés. El
glorioso Redentor del mundo perdido sufría la penalidad que mere-
cía la transgresión de la ley del Padre, que había cometido el hombre.
Estaba por redimir a su pueblo con su propia sangre. Estaba pagando
lo que con justicia exigía la santa ley de Dios. Tal era el medio por
el cual se había de acabar finalmente con el pecado, Satanás y su
hueste.
¡Oh! ¿Hubo alguna vez sufrimiento y pesar como el que soportó
el Salvador moribundo? Lo que hizo tan amarga su copa fue la com-
prensión del desagrado de su Padre. No fue el sufrimiento corporal
lo que acabó tan prestamente con la vida de Cristo en la cruz. Fue el
peso abrumador de los pecados del mundo y la sensación de la ira
de su Padre. La gloria de Dios y su presencia sostenedora le habían
abandonado; la desesperación le aplastaba con su peso tenebroso,
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y arrancó de sus labios pálidos y temblorosos el grito angustiado:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Mateo 27:46
.
Jesús unido con el Padre, había hecho el mundo. Frente a los
sufrimientos agonizantes del Hijo de Dios, únicamente los hombres
ciegos y engañados permanecieron insensibles. Los príncipes de
los sacerdotes y ancianos vilipendiaban al amado Hijo de Dios,
mientras éste agonizaba y moría. Pero la naturaleza inanimada gemía
y simpatizaba con su Autor que sangraba y perecía. La tierra tembló.
El sol se negó a contemplar la escena. Los cielos se cubrieron de
tinieblas. Los ángeles presenciaron la escena del sufrimiento hasta
que no pudieron mirarla más, y apartaron sus rostros del horrendo
espectáculo. ¡Cristo moría en medio de la desesperación! Había
desaparecido la sonrisa de aprobación del Padre, y a los ángeles no
se les permitía aliviar la lobreguez de esta hora atroz. Sólo podían
contemplar con asombro a su amado General, la Majestad del cielo,
que sufría la penalidad que merecía la transgresión del hombre.