Página 208 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 2 (1996)

Basic HTML Version

204
Testimonios para la Iglesia, Tomo 2
Aun las dudas asaltaron al moribundo Hijo de Dios. No podía
ver a través de los portales de la tumba. Ninguna esperanza res-
plandeciente le presentaba su salida del sepulcro como vencedor
ni la aceptación de su sacrificio de parte de su Padre. El Hijo de
Dios sintió hasta lo sumo el peso del pecado del mundo en todo
su espanto. El desagrado del Padre por el pecado y la penalidad de
éste, la muerte, era todo lo que podía vislumbrar a través de esas
pavorosas tinieblas. Se sintió tentado a temer que el pecado fuese tan
ofensivo para los ojos de Dios que no pudiese reconciliarse con su
Hijo. La fiera tentación de que su propio Padre le había abandonado
para siempre, le arrancó ese clamor angustioso en la cruz: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Cristo experimentó mucho de lo que los pecadores sentirán cuan-
do las copas de la ira de Dios sean derramadas sobre ellos. La negra
desesperación envolverá como una mortaja sus almas culpables,
y comprenderán en todo su sentido la pecaminosidad del pecado.
La salvación ha sido comprada para ellos por los sufrimientos y la
muerte del Hijo de Dios. Podría ser suya si la aceptaran voluntaria y
gustosamente; pero ninguno está obligado a obedecer la ley de Dios.
[190]
Si niegan el beneficio celestial y prefieren los placeres y el engaño
del pecado, consumarán su elección, pero al fin recibirán su salario:
la ira de Dios y la muerte eterna. Estarán para siempre separados
de la presencia de Jesús, cuyo sacrificio han despreciado. Habrán
perdido una vida de felicidad y sacrificado la vida eterna por los
placeres momentáneos del pecado.
La fe y la esperanza temblaron en medio de la agonía mortal de
Cristo, porque Dios ya no le aseguró su aprobación y aceptación,
como hasta entonces. El Redentor del mundo había confiado en
las evidencias que le habían fortalecido hasta allí, de que su Padre
aceptaba sus labores y se complacía en su obra. En su agonía mortal,
mientras entregaba su preciosa vida, tuvo que confiar por la fe sola-
mente en Aquel a quien había obedecido con gozo. No le alentaron
claros y brillantes rayos de esperanza que iluminasen a diestra y
siniestra. Todo lo envolvía una lobreguez opresiva. En medio de
las espantosas tinieblas que la naturaleza formó por simpatía, el
Redentor apuró la misteriosa copa hasta las heces. Mientras se le
denegaba hasta la brillante esperanza y confianza en el triunfo que
obtendría en lo futuro, exclamó con fuerte voz: “Padre, en tus manos