Página 246 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 2 (1996)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 2
na y planifica. Aparte su mente de los proyectos románticos. Usted
mezcla con su religión un sentimentalismo romántico y enfermizo,
que no eleva, sino que rebaja. No sólo usted resulta afectada; otras
personas también son perjudicadas por su ejemplo y su influencia.
Usted es devota por naturaleza. Si pudiera educar su mente para
que se dedicara a temas elevados, que nada tuvieran que ver con
usted misma, sino que fueran de naturaleza celestial, podría ser de
utilidad. Pero una gran parte de su vida ha sido malgastada en soñar
con hacer alguna obra grande en lo futuro, mientras el deber de hoy,
que era su deber por insignificante que le haya parecido, quedó a un
lado. Ha sido infiel. El Señor no le va a encargar ninguna obra más
importante hasta que la que tiene delante haya sido vista y llevada a
cabo con voluntad pronta y alegre. A menos que el corazón esté en
el trabajo, resultará pesado, no importa de qué clase sea. El Señor
prueba nuestras habilidades dándonos primero pequeños deberes
para que los hagamos. Si nos apartamos de ellos con disgusto y
murmuramos, nada más se nos confiará hasta que enfrentemos con
alegría esos deberes pequeños, para hacerlos bien; entonces se nos
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confiarán responsabilidades mayores.
Se le han confiado talentos, no para que los malgaste, sino para
ponerlos en manos de los cambiadores, de manera que cuando venga
el Maestro pueda recibir lo suyo con usura. Dios no ha distribuido
estos talentos indiscriminadamente. Ha otorgado estos sagrados
cometidos de acuerdo con la capacidad reconocida de sus siervos.
“A cada uno su obra”.
Marcos 13:34
. Da a todos imparcialmente,
y espera la ganancia correspondiente. Si todos cumplen su deber
de acuerdo con la medida de su propia responsabilidad, la cantidad
que se les ha confiado, sea grande o pequeña, será duplicada. Su
fidelidad es sometida a prueba, y ella misma es positiva evidencia
de su sabia mayordomía, y del hecho de que era digno de que se le
confiaran las verdaderas riquezas, inclusive el don de la vida eterna.
En el congreso celebrado en Nueva York en octubre de 1868,
se me mostró que hay muchos que no están haciendo nada y que
podrían estar haciendo el bien. Se me presentó cierta clase de gente
que posee impulsos generosos, inclinación a la devoción, y que le
gusta hacer el bien; pero, al mismo tiempo, no están haciendo nada.
Manifiestan un sentimiento de complacencia propia, y se arrullan
con la idea de que si hubieran tenido la oportunidad, o si las circuns-